¿Qué será esto? No
lo sé. Tal vez una moneda más que el Señor quiso confiarme, de la cual me
pedirá cuentas. Ojalá yo sepa negociar con ella para devolvérsela multiplicada
mil veces. [Pág. 99, Memoria de La Hermana Lucia de Fátima]
EL SUFRIMIENTO
Un medio para la Redención
por Edwin Faust
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Extracto de “Fátima y la espiritualidad católica”,
una alocución hecha en la Conferencia El Desafío de Fátima, que se realizó en
Roma, en mayo de 2010.
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El amor se expresa
en un deseo de sufrir por el que se ama. Este
principio está en el corazón de todas las apariciones marianas, porque está
en el corazón de la espiritualidad católica.
Nuestra Señora dijo a Lucía y a sus primitos que
muchas almas van al infierno por no tener nadie que rece y haga sacrificios por
ellas.
¿Qué es esta economía de salvación que permite que
las almas sean salvadas sólo por el precio de las oraciones y del sufrimiento
voluntario de los otros?
¿Y cuál será el costo para las almas ante un mundo
determinado a acabar con el sufrimiento?
Acaben con el
sufrimiento y acabarán con el sacrificio.
Y si el
sacrificio es la moneda corriente usada en la economía de la salvación, la
ausencia de sacrificio llevará esa economía a la bancarrota y las almas a la
perdición. Y el mundo moderno está
obstinado en efectuar esa política de bancarrota. Por lo tanto, la
Iglesia debe obstinarse en oponerse al mundo moderno. Nuestros
clérigos deberían recordarnos que no somos turistas en este mundo, antes
peregrinos; que la vida no es una excursión para ver los paisajes orientada a
nuestro placer, sino una peregrinación al Calvario para ser crucificados allí
con Cristo.
Y todos nosotros seremos crucificados en nuestra
carne, si lo queramos o no. Nuestros cuerpos, a pesar de todos los mimos de que
nos rodeamos y de los preparados de la medicina moderna, sucumbirán
inevitablemente a la enfermedad y a la muerte; muchos de los que están aquí
tendremos que sufrir mucho antes de morir. La pregunta crucial es si nuestro
sufrimiento se hará, o no, un sacrificio y esto dependerá de cómo usamos este
don de que no nos será desproveído: nuestra
voluntad.
Ni todo el
sufrimiento tiene valor.
Un hombre puede
sufrir y maldecir su sufrimiento, y hasta maldecir a Dios por haber permitido
que él sufra. De este modo su dolor habrá sido desperdiciado. Aquello que
podría haberse hecho un sacrificio de expiación de sus pecados y para la
salvación de otros escapa como agua en el desierto, en vez de brotar de la
fuente de la vida eterna. El hombre que sufre sin objetivo es como aquel que
tiene una gran riqueza que puede dejar a otras personas, pero que decide
quemarla o enterrarla, para que nadie, ni siquiera él mismo, jamás tome
provecho de ella.
Jacinta, que se hizo un
modelo de cómo transformar el sufrimiento en un sacrificio, tuvo la gracia de
recibir, durante su larga enfermedad, visiones proféticas. Una de las
revelaciones que tuvo fue que la mayor parte de aquellos que fuesen a morir en
la Segunda Guerra Mundial irían al Infierno. Fue una visión terrible y que la
afligió profundamente. Todo el mundo en guerra, pero nadie luchando por el
Reino de Cristo.
¿Será que el
mundo se arrepintió desde la Segunda Guerra Mundial? ¿Será que vimos algún
regreso a la idea del hombre como siendo un peregrino penitencial, ofreciendo
sacrificios por su salvación personal y por la conversión de los pecadores?
¿Será que la devoción al Inmaculado Corazón de María nos ha sido predicada
siempre, por ser nuestra única esperanza en este tiempo de calamidades? ¿Será
que los pedidos tan simples de Nuestra Señora ya fueron atendidos?
Todos nosotros
sabemos las respuestas a tales preguntas, y nos hacen temer ante el castigo
que, sin la más mínima duda, vendrá.
El misericordioso perdón de Dios
A pesar de esto, aún hay esperanza, una vez que,
sobre los misterios de la Providencia, sabemos lo siguiente: que Dios perdonará
a muchos por los merecimientos de unos pocos hombres justos. A este propósito,
tenemos, en Génesis, la narrativa en la cual Abrahán se pone a regatear con
Dios para que Él perdone del castigo aquellas ciudades de la llanura.
Comienza él por preguntar a Dios si Él las
perdonaría si allí se encontrasen 50 hombres justos. Dios concuerda. Y es
entonces que crece el regateo.
¿Y si allí se encontrasen cuarenta y cinco justos? –
pregunta Abrahán. Y Dios concuerda nuevamente que, por eses 45 justos, Él
perdonaría el resto de los habitantes. Y el regateo continúa, hasta que Dios
concuerda en detener Su Justicia por el mérito de sólo 10 justos. ¿Habría
bajado Dios aún más, digamos, hasta para los merecimientos de un justo sólo?
No sabemos, porque las negociaciones pararon en
diez. Pero lo cierto es que no se pudieron encontrar ni siquiera diez hombres
justos en la ciudad.
Sacrificios para la conversión
¿Cuántos entre
nosotros seríamos necesarios para hacer los sacrificios suficientes para que
los pecadores se conviertan y se evite un castigo terrible?
Tanto cuanto sabemos, Nuestra
Señora de Fátima nunca lo dijo a los pastorcitos, pero no hay duda que todos
nosotros, que no son zombis en medio de esta terrible crisis en la Iglesia y en
el mundo, somos instados a hacer tantos sacrificios que podamos.
Jesús, evidentemente, es nuestro modelo supremo de
cómo ofrecer sacrificios a Dios; pero Él también nos enseñó, por medio de Su
Madre, cómo podremos, en nuestra pequeña dimensión, ganar grandes gracias para
las almas por medio de actos de amor y de abandono a Su Divina Providencia. Los
pastorcitos de Fátima, en especial los dos más pequeños, Francisco y Jacinta,
que fallecieron pocos años después de las apariciones, nos ofrecen una
instrucción sobre el modo de cumplir los pedidos del Cielo tan perfectamente
cuanto posible.
Una vez que los
pastorcitos supieron que el Cielo quería que ellos hiciesen sacrificios,
primero, por el Ángel de Paz y después, por Nuestra Señora, comenzaron a
procurar modos de hacerlos. Primero, ayunaron de las maneras más evidentes: negando a sí mismos
aquello que las pequeñas satisfacciones de los sentidos los harían apreciar.
Comían hierbas amargas y suportaban la sed, para poder salvar los pecadores.
Es tentador especular sobre lo cerca que las
experiencias de los tres pastorcitos estaban de los grados de oración descritos
por los místicos Doctores de la Iglesia, tales como Santa Teresa de Ávila y San
Juan de la Cruz.
Puede decirse con total certeza que los pastorcitos
hicieron todo lo que pudieron para entrar activamente en la noche oscura de los
sentidos, descrita por San Juan de la Cruz como siendo el preludio habitual de
la contemplación. Dice San Juan de la Cruz que
los sentidos no nos pueden llevar hasta Dios y que, cuanto más complacientes
seamos con nuestros sentidos, más nos separamos de Dios. Por lo tanto, el
primer paso a dar en una profundización de la vida de oración debe siempre
traducirse en un aumento de la negación de los sentidos, o sea, en ascetismo. Como Santa Teresa de
Ávila afirmó, tan simple y concisamente:
“Oración y
auto-complacencia no van juntos”.
El sufrimiento de Francisco
Francisco era lo más notoriamente ascético, manifestando también esa virtud, tan altamente alabada por los
místicos, llamada desprendimiento. Tenía tendencia a ver el mundo como el espectáculo
fugaz que realmente es, y dejó de ir a la escuela para poder pasar sus días
arrodillado ante el Santísimo Sacramento en la Iglesia de su aldea, en Fátima,
consolando el ‘Jesús Escondido’, como él acostumbraba decir. Cuando le
preguntaban lo que quería ser cuando fuese grande – y él era frecuentemente
importunado por semejantes preguntas – él respondió que no quería ser nada; que
sólo quería morir e ir al Cielo.
Cuando Portugal, como el resto de Europa, era
diezmado por la epidemia de la gripe neumónica que siguió a la Primera Guerra
Mundial, las personas de las cercanías de Fátima no fueron perdonadas. Todos
los miembros de la familia de Lucía se afligieron, excepto ella; y todos los de
la familia Marto, excepto el padre, el Tío Marto, estaban seriamente enfermos.
Tanto Francisco como Jacinta sabían que ellos nunca recuperarían y que esa enfermedad marcaba un camino de sufrimiento penitencial que sólo terminaría en
la muerte. Ellos, sin embargo, la aceptaron calmamente, casi con alegría,
porque tenían la promesa de Nuestra Señora en como Ella los llevaría al Cielo.
En los últimos días de su enfermedad, Francisco
yacía inmóvil en su cama y, el 4 de abril de 1919, menos de dos años después de
la última aparición, falleció pacíficamente, con una ligera sonrisa en su cara
de 10 años, siendo sepultado el día siguiente en el cementerio de la Iglesia de
Fátima
El sufrimiento de Jacinta moriría en el año
siguiente, después de una enfermedad más prolongada y más dolorosa. Si
Francisco había manifestado desprendimiento y
tranquilidad, que son asociados a una purificación de la voluntad, su hermanita más
pequeña mostraba aquello que podría ser descrito como una iluminación mística, una purificación del entendimiento.
Tal vez, de entre todos los tres pastorcitos,
Jacinta hubiese sido aquella que estaba la más inmersa en el sentido del
sobrenatural. La Madre Santísima también continuó a aparecerle, tanto en su
casa cerca de Fátima, cuando ella estaba enferma, como durante su permanencia
en el hospital en Lisboa, antes de su muerte.
Jacinta era la más pequeña de los tres pastorcitos;
sólo tenía 6 años de edad durante las apariciones del Ángel de Paz en 1916.
Como Jacinta apenas estaba comenzando a aprender el Catecismo, con Lucía que,
sólo con 9 años, no se podría decir que fuese experta en el asunto, ella fue
llevada a una atmosfera del sobrenatural por visitaciones celestiales: primero,
del Ángel; después de la Madre de Dios; y finalmente, de la Sagrada Familia
durante el Milagro del Sol.
¿Cómo podemos nosotros imaginar su experiencia de la
fe?
Me atrevería a especular, diciendo que, de los tres
videntes, su fe era probablemente la más pura; y, diciendo esto, no pretendo
disminuir en nada la fe de Lucía y de Francisco. Pero ellos eran más viejos y,
si sabían poco del mundo, por lo menos sabían y comprendían más que Jacinta.
Aun como niños que crecen en hogares católicos, no
podemos huir de darse cuenta de que vivimos en medio de muchas personas que
rechazan la Iglesia de Cristo o, peor todavía, la aceptan pero con
indiferentismo. Por lo tanto, mientras estamos aprendiendo nuestro Catecismo,
allí se desarrolla, paralelamente a nuestra
instrucción religiosa, el espíritu de la irreligión, el espíritu del mundo, que devora nuestra fe aun cuando ésta está siendo
formada, como un veneno corrosivo que es difícil no ingerir.
Pienso que Jacinta nunca tuvo que beber de ese
veneno; que ella fue protegida del espíritu de la irreligión y que su intelecto
fue dotado de una cualidad casi angélica, de tal manera que su instrucción en
la Fe no le fue transmitida por el filtro del raciocinio discursivo, sino fue
antes puramente infusa. ¡Que don tan maravilloso que ella recibió!
Pero como sucede
con todos estos dones divinos, el efecto fue de hacer con que quien recibe se
conforme más perfectamente con Quien da, que es Cristo crucificado. Jacinta enfermó
durante la misma epidemia de la gripe neumónica que había prostrado Francisco,
pero la progresión de su enfermedad fue más prolongada, complicada y
dolorosísima.
Tal como su hermano, ella permaneció tranquilla y resignada a su
sufrimiento, que también agradecía como una oportunidad que el Cielo le había
enviado para ofrecer sacrificios por la
conversión de los pecadores. La actitud de Jacinta para con los pecadores, como la de
los restantes videntes, no era de condenación, sino de gran piedad. Ella había
visto el Infierno, y había tenido un prenuncio del Cielo. No envidiaba a los
perversos sus placeres prohibidos, que vio en su verdadera luz, como el
preludio de la infelicidad eterna; antes se apiadaba de ellos por su ceguera a
la alegría verdadera y perene de amar a Dios.
Jacinta desarrolló una pleuresía. Nuestra Señora le
apareció y le dijo que tendría mucho que sufrir; que sería llevada a un
hospital oscuro en Lisboa, y que allá moriría sola; pero que no debería
preocuparse, porque Nuestra Señora vendría a llevarla al Cielo. Y ella contó a
la familia esta comunicación de la Madre Santísima; pero sólo Lucía creyó en
ella.
El camino de Jacinta
hasta el Calvario
A la medida que la Providencia desplegaba, fue
llevada a Lisboa gracias a las buenas intenciones de un sacerdote y de sus
amigos, médicos ricos, que pagaron los gastos de lo que se haría su tortura
médica.
Así comenzó aquello que Jacinta sabía ser su camino
al Calvario. Tuvo unas breves mejorías antes de la agonía final. Mientras
esperaba que se cumpliesen los trámites para ser internada en el hospital,
quedó en un orfanato a los cuidados de una religiosa franciscana, la Madre
Godinho, que rápidamente sentía afecto por ella y creyó que aquella niña que
había sido colocada a sus cuidados era una santa. “Ella habla con tanta
autoridad”, acostumbraba decir de Jacinta, con quien a ella le gustaba
conversar, escribiendo muchas veces la sabiduría y las profecías que venían de
ella.
Las guerras son castigos
del pecado
Le dijo Jacinta que las guerras son castigos por los
pecados; que el mundo está preparando para sí mismo castigos terribles. Avisó contra el amor de la riqueza y del lujo, y recomendó en
vez de esto el amor de la santa pobreza y del silencio. Dijo que a Nuestro Señor le gustan mucho las mortificaciones y los
sacrificios. Y dijo además que los médicos no tienen la luz para curar las enfermedades
porque no aman a Dios. Por eso, toda la sabiduría, tanto de este mundo como del
otro, debe estar enraizada en este amor.
Cuando la llevaron al hospital, los médicos se
decidieron por una operación. Le fue administrada una anestesia local que,
aparentemente, no tuvo un efecto total, y Jacinta suportó lo que puede ser
descrito como dolores punzantes, porque le fueron removidas dos costillas.
Durante la operación, gritaba por Nuestro Señor y Nuestra Señora, y decía:
“Mi Jesús, es por
Tu Amor. Ahora Tú puedes convertir muchos pecadores, porque yo sufro mucho”.
Durante seis días Jacinta continuó a sufrir; y fue
entonces que Nuestra Madre Santísima le apareció, quitándose todos los dolores
y diciéndole el día y la hora en que moriría, asegurándole, una vez más, que Ella
vendría para llevarla al Cielo. Cuatro días más tarde, el 20 de febrero de
1920, Jacinta Marto murió sola en su cama de hospital, a los 9 años de edad.
Cuando le exhumaron el cuerpo al principio de la década de 1950, encontraron su
cara incorrupta. Ella es ahora la Beata Jacinta.
Cuanto a los sacrificios hechos por la más vieja de
los videntes, Lucía, sólo podemos imaginar cómo hubiesen sido. Ella vivió mucho
tiempo. Y si el breve exilio de sus primitos en este valle de lágrimas fue
marcado por el sufrimiento físico, la vida de Lucía, desde el comienzo de las
Apariciones hasta su muerte, fue marcada por el sufrimiento
espiritual. Como Nuestro Señor, que vino a los que
eran Suyos y los Suyos no Lo recibieron, Lucía fue puesta en duda, negada y no respetada, primero por
la familia, después por los funcionarios del Estado, y al fin y muy
lamentablemente, por la jerarquía de la Iglesia.
Sólo podemos imaginar su soledad después de
que las únicas personas en el mundo capaces de comprenderla por completo habían
muerto. Sin Francisco y Jacinta, la sensación de aislamiento de Lucía debe haber
sido aplastante.
Pero fue su destino en esta vida tener sólo una fuente de
conforto: Dios. En esto, puede decirse, ella al mismo tiempo sufrió y
recibió gran misericordia, porque aunque sea dolorosa siendo privados del
consuelo que encontramos en otras personas y en nuestros confortes de día a
día, todas estas cosas son, de cierta manera, ilusorias, y cuanto más nos aferramos a ellas, más lejos estamos de Dios. Lucía aprendió muy
temprano la verdad de estas palabras, escritas por Santa Teresa de Ávila, en
cuya orden acabaría siendo integrada:
Todo pasa, Dios no
se muda.
Lucía vio el mundo hundirse cada vez más
profundamente en su locura, sin prestar atención a los pedidos del Cielo y,
como Jerusalén en los tiempos antiguos, no reconociendo el tiempo de su
visitación. ¿Qué habría sufrido ella al ver la Madre Santísima ignorada y Jesús
ofendido cada vez más? Su misión era hacer nacer Amor por el Inmaculado Corazón
de María y, en vez de esto, ella tuvo que presenciar ultrajes cada vez mayores contra ese Inmaculado Corazón.
Sin embargo, es
la paradoja de nuestra Fe que la salvación venga a través del sufrimiento. Dios puede hacer con
que el mal sirva el bien. Y así, hasta el fin de sus días, con cada nueva herida
sufrida por el cuerpo de Cristo, con cada nuevo insulto
que se ofrecía a Nuestra Señora de Fátima, Lucía estaba haciendo sacrificios por la
conversión de los pecadores, y por Su vez la Madre de Nuestro Señor los
presentaba a Su Divino Hijo.
¿Cuántas personas, entre nosotros,
seremos salvadas por los sacrificios
de Jacinta?
No podemos saber.
Pero cada vez
que recibimos una infusión de gracia, cada vez que manifestamos inesperadamente
un aumento de fuerza que vence una tentación o nos desvía de un hábito
pecaminoso, debemos recordarnos con gratitud que otras personas de nuestra Fe,
nuestros verdaderos hermanos y hermanas en la familia de Dios, están
satisfaciendo por nosotros aquello que San Pablo dijo que era necesario en el
sacrificio de Nuestro Señor: el sacrificio de su voluntad al
Amor de Dios. Y esto, por su vez, producirá en nosotros un deseo de asociarnos a este
gran sacrificio, de colocar nuestra propia disponibilidad en la pira del Amor que arde en el Inmaculado Corazón de María y en el
Sagrado Corazón de Jesús.
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