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viernes, 23 de octubre de 2015

Suffering a means of Redemption





¿Qué será esto? No lo sé. Tal vez una moneda más que el Señor quiso confiarme, de la cual me pedirá cuentas. Ojalá yo sepa negociar con ella para devolvérsela multiplicada mil veces. [Pág. 99, Memoria de La Hermana Lucia de Fátima]

EL SUFRIMIENTO
Un medio para la Redención
por Edwin Faust
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Extracto de “Fátima y la espiritualidad católica”, una alocución hecha en la Conferencia El Desafío de Fátima, que se realizó en Roma, en mayo de 2010.
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El amor se expresa en un deseo de sufrir por el que se ama. Este principio está en el corazón de todas las apariciones marianas, porque está en el corazón de la espiritualidad católica.

Nuestra Señora dijo a Lucía y a sus primitos que muchas almas van al infierno por no tener nadie que rece y haga sacrificios por ellas.

¿Qué es esta economía de salvación que permite que las almas sean salvadas sólo por el precio de las oraciones y del sufrimiento voluntario de los otros?
¿Y cuál será el costo para las almas ante un mundo determinado a acabar con el sufrimiento?

Acaben con el sufrimiento y acabarán con el sacrificio.

Y si el sacrificio es la moneda corriente usada en la economía de la salvación, la ausencia de sacrificio llevará esa economía a la bancarrota y las almas a la perdición. Y el mundo moderno está obstinado en efectuar esa política de bancarrota. Por lo tanto, la Iglesia debe obstinarse en oponerse al mundo moderno. Nuestros clérigos deberían recordarnos que no somos turistas en este mundo, antes peregrinos; que la vida no es una excursión para ver los paisajes orientada a nuestro placer, sino una peregrinación al Calvario para ser crucificados allí con Cristo.

Y todos nosotros seremos crucificados en nuestra carne, si lo queramos o no. Nuestros cuerpos, a pesar de todos los mimos de que nos rodeamos y de los preparados de la medicina moderna, sucumbirán inevitablemente a la enfermedad y a la muerte; muchos de los que están aquí tendremos que sufrir mucho antes de morir. La pregunta crucial es si nuestro sufrimiento se hará, o no, un sacrificio y esto dependerá de cómo usamos este don de que no nos será desproveído: nuestra voluntad.

Ni todo el sufrimiento tiene valor.

Un hombre puede sufrir y maldecir su sufrimiento, y hasta maldecir a Dios por haber permitido que él sufra. De este modo su dolor habrá sido desperdiciado. Aquello que podría haberse hecho un sacrificio de expiación de sus pecados y para la salvación de otros escapa como agua en el desierto, en vez de brotar de la fuente de la vida eterna. El hombre que sufre sin objetivo es como aquel que tiene una gran riqueza que puede dejar a otras personas, pero que decide quemarla o enterrarla, para que nadie, ni siquiera él mismo, jamás tome provecho de ella.

Jacinta, que se hizo un modelo de cómo transformar el sufrimiento en un sacrificio, tuvo la gracia de recibir, durante su larga enfermedad, visiones proféticas. Una de las revelaciones que tuvo fue que la mayor parte de aquellos que fuesen a morir en la Segunda Guerra Mundial irían al Infierno. Fue una visión terrible y que la afligió profundamente. Todo el mundo en guerra, pero nadie luchando por el Reino de Cristo.

¿Será que el mundo se arrepintió desde la Segunda Guerra Mundial? ¿Será que vimos algún regreso a la idea del hombre como siendo un peregrino penitencial, ofreciendo sacrificios por su salvación personal y por la conversión de los pecadores? ¿Será que la devoción al Inmaculado Corazón de María nos ha sido predicada siempre, por ser nuestra única esperanza en este tiempo de calamidades? ¿Será que los pedidos tan simples de Nuestra Señora ya fueron atendidos?

Todos nosotros sabemos las respuestas a tales preguntas, y nos hacen temer ante el castigo que, sin la más mínima duda, vendrá.

El misericordioso perdón de Dios
A pesar de esto, aún hay esperanza, una vez que, sobre los misterios de la Providencia, sabemos lo siguiente: que Dios perdonará a muchos por los merecimientos de unos pocos hombres justos. A este propósito, tenemos, en Génesis, la narrativa en la cual Abrahán se pone a regatear con Dios para que Él perdone del castigo aquellas ciudades de la llanura.

Comienza él por preguntar a Dios si Él las perdonaría si allí se encontrasen 50 hombres justos. Dios concuerda. Y es entonces que crece el regateo.

¿Y si allí se encontrasen cuarenta y cinco justos? – pregunta Abrahán. Y Dios concuerda nuevamente que, por eses 45 justos, Él perdonaría el resto de los habitantes. Y el regateo continúa, hasta que Dios concuerda en detener Su Justicia por el mérito de sólo 10 justos. ¿Habría bajado Dios aún más, digamos, hasta para los merecimientos de un justo sólo?

No sabemos, porque las negociaciones pararon en diez. Pero lo cierto es que no se pudieron encontrar ni siquiera diez hombres justos en la ciudad.

Sacrificios para la conversión
¿Cuántos entre nosotros seríamos necesarios para hacer los sacrificios suficientes para que los pecadores se conviertan y se evite un castigo terrible?

Tanto cuanto sabemos, Nuestra Señora de Fátima nunca lo dijo a los pastorcitos, pero no hay duda que todos nosotros, que no son zombis en medio de esta terrible crisis en la Iglesia y en el mundo, somos instados a hacer tantos sacrificios que podamos.

Jesús, evidentemente, es nuestro modelo supremo de cómo ofrecer sacrificios a Dios; pero Él también nos enseñó, por medio de Su Madre, cómo podremos, en nuestra pequeña dimensión, ganar grandes gracias para las almas por medio de actos de amor y de abandono a Su Divina Providencia. Los pastorcitos de Fátima, en especial los dos más pequeños, Francisco y Jacinta, que fallecieron pocos años después de las apariciones, nos ofrecen una instrucción sobre el modo de cumplir los pedidos del Cielo tan perfectamente cuanto posible.

Una vez que los pastorcitos supieron que el Cielo quería que ellos hiciesen sacrificios, primero, por el Ángel de Paz y después, por Nuestra Señora, comenzaron a procurar modos de hacerlos. Primero, ayunaron de las maneras más evidentes: negando a sí mismos aquello que las pequeñas satisfacciones de los sentidos los harían apreciar. Comían hierbas amargas y suportaban la sed, para poder salvar los pecadores.

Es tentador especular sobre lo cerca que las experiencias de los tres pastorcitos estaban de los grados de oración descritos por los místicos Doctores de la Iglesia, tales como Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz.

Puede decirse con total certeza que los pastorcitos hicieron todo lo que pudieron para entrar activamente en la noche oscura de los sentidos, descrita por San Juan de la Cruz como siendo el preludio habitual de la contemplación. Dice San Juan de la Cruz que los sentidos no nos pueden llevar hasta Dios y que, cuanto más complacientes seamos con nuestros sentidos, más nos separamos de Dios. Por lo tanto, el primer paso a dar en una profundización de la vida de oración debe siempre traducirse en un aumento de la negación de los sentidos, o sea, en ascetismo. Como Santa Teresa de Ávila afirmó, tan simple y concisamente:

“Oración y auto-complacencia no van juntos”.

El sufrimiento de Francisco
Francisco era lo más notoriamente ascético, manifestando también esa virtud, tan altamente alabada por los místicos, llamada desprendimiento. Tenía tendencia a ver el mundo como el espectáculo fugaz que realmente es, y dejó de ir a la escuela para poder pasar sus días arrodillado ante el Santísimo Sacramento en la Iglesia de su aldea, en Fátima, consolando el ‘Jesús Escondido’, como él acostumbraba decir. Cuando le preguntaban lo que quería ser cuando fuese grande – y él era frecuentemente importunado por semejantes preguntas – él respondió que no quería ser nada; que sólo quería morir e ir al Cielo.

Cuando Portugal, como el resto de Europa, era diezmado por la epidemia de la gripe neumónica que siguió a la Primera Guerra Mundial, las personas de las cercanías de Fátima no fueron perdonadas. Todos los miembros de la familia de Lucía se afligieron, excepto ella; y todos los de la familia Marto, excepto el padre, el Tío Marto, estaban seriamente enfermos. Tanto Francisco como Jacinta sabían que ellos nunca recuperarían y que esa enfermedad marcaba un camino de sufrimiento penitencial que sólo terminaría en la muerte. Ellos, sin embargo, la aceptaron calmamente, casi con alegría, porque tenían la promesa de Nuestra Señora en como Ella los llevaría al Cielo.

En los últimos días de su enfermedad, Francisco yacía inmóvil en su cama y, el 4 de abril de 1919, menos de dos años después de la última aparición, falleció pacíficamente, con una ligera sonrisa en su cara de 10 años, siendo sepultado el día siguiente en el cementerio de la Iglesia de Fátima

El sufrimiento de Jacinta moriría en el año siguiente, después de una enfermedad más prolongada y más dolorosa. Si Francisco había manifestado desprendimiento y tranquilidad, que son asociados a una purificación de la voluntad, su hermanita más pequeña mostraba aquello que podría ser descrito como una iluminación mística, una purificación del entendimiento.

Tal vez, de entre todos los tres pastorcitos, Jacinta hubiese sido aquella que estaba la más inmersa en el sentido del sobrenatural. La Madre Santísima también continuó a aparecerle, tanto en su casa cerca de Fátima, cuando ella estaba enferma, como durante su permanencia en el hospital en Lisboa, antes de su muerte.

Jacinta era la más pequeña de los tres pastorcitos; sólo tenía 6 años de edad durante las apariciones del Ángel de Paz en 1916. Como Jacinta apenas estaba comenzando a aprender el Catecismo, con Lucía que, sólo con 9 años, no se podría decir que fuese experta en el asunto, ella fue llevada a una atmosfera del sobrenatural por visitaciones celestiales: primero, del Ángel; después de la Madre de Dios; y finalmente, de la Sagrada Familia durante el Milagro del Sol.

¿Cómo podemos nosotros imaginar su experiencia de la fe?

Me atrevería a especular, diciendo que, de los tres videntes, su fe era probablemente la más pura; y, diciendo esto, no pretendo disminuir en nada la fe de Lucía y de Francisco. Pero ellos eran más viejos y, si sabían poco del mundo, por lo menos sabían y comprendían más que Jacinta.

Aun como niños que crecen en hogares católicos, no podemos huir de darse cuenta de que vivimos en medio de muchas personas que rechazan la Iglesia de Cristo o, peor todavía, la aceptan pero con indiferentismo. Por lo tanto, mientras estamos aprendiendo nuestro Catecismo, allí se desarrolla, paralelamente a nuestra instrucción religiosa, el espíritu de la irreligión, el espíritu del mundo, que devora nuestra fe aun cuando ésta está siendo formada, como un veneno corrosivo que es difícil no ingerir.

Pienso que Jacinta nunca tuvo que beber de ese veneno; que ella fue protegida del espíritu de la irreligión y que su intelecto fue dotado de una cualidad casi angélica, de tal manera que su instrucción en la Fe no le fue transmitida por el filtro del raciocinio discursivo, sino fue antes puramente infusa. ¡Que don tan maravilloso que ella recibió!

Pero como sucede con todos estos dones divinos, el efecto fue de hacer con que quien recibe se conforme más perfectamente con Quien da, que es Cristo crucificado. Jacinta enfermó durante la misma epidemia de la gripe neumónica que había prostrado Francisco, pero la progresión de su enfermedad fue más prolongada, complicada y dolorosísima.

Tal como su hermano, ella permaneció tranquilla y resignada a su sufrimiento, que también agradecía como una oportunidad que el Cielo le había enviado para ofrecer sacrificios por la conversión de los pecadores. La actitud de Jacinta para con los pecadores, como la de los restantes videntes, no era de condenación, sino de gran piedad. Ella había visto el Infierno, y había tenido un prenuncio del Cielo. No envidiaba a los perversos sus placeres prohibidos, que vio en su verdadera luz, como el preludio de la infelicidad eterna; antes se apiadaba de ellos por su ceguera a la alegría verdadera y perene de amar a Dios.

Jacinta desarrolló una pleuresía. Nuestra Señora le apareció y le dijo que tendría mucho que sufrir; que sería llevada a un hospital oscuro en Lisboa, y que allá moriría sola; pero que no debería preocuparse, porque Nuestra Señora vendría a llevarla al Cielo. Y ella contó a la familia esta comunicación de la Madre Santísima; pero sólo Lucía creyó en ella.

El camino de Jacinta
hasta el Calvario
A la medida que la Providencia desplegaba, fue llevada a Lisboa gracias a las buenas intenciones de un sacerdote y de sus amigos, médicos ricos, que pagaron los gastos de lo que se haría su tortura médica.

Así comenzó aquello que Jacinta sabía ser su camino al Calvario. Tuvo unas breves mejorías antes de la agonía final. Mientras esperaba que se cumpliesen los trámites para ser internada en el hospital, quedó en un orfanato a los cuidados de una religiosa franciscana, la Madre Godinho, que rápidamente sentía afecto por ella y creyó que aquella niña que había sido colocada a sus cuidados era una santa. “Ella habla con tanta autoridad”, acostumbraba decir de Jacinta, con quien a ella le gustaba conversar, escribiendo muchas veces la sabiduría y las profecías que venían de ella.

Las guerras son castigos
del pecado
Le dijo Jacinta que las guerras son castigos por los pecados; que el mundo está preparando para sí mismo castigos terribles. Avisó contra el amor de la riqueza y del lujo, y recomendó en vez de esto el amor de la santa pobreza y del silencio. Dijo que a Nuestro Señor le gustan mucho las mortificaciones y los sacrificios. Y dijo además que los médicos no tienen la luz para curar las enfermedades porque no aman a Dios. Por eso, toda la sabiduría, tanto de este mundo como del otro, debe estar enraizada en este amor.

Cuando la llevaron al hospital, los médicos se decidieron por una operación. Le fue administrada una anestesia local que, aparentemente, no tuvo un efecto total, y Jacinta suportó lo que puede ser descrito como dolores punzantes, porque le fueron removidas dos costillas. Durante la operación, gritaba por Nuestro Señor y Nuestra Señora, y decía:

“Mi Jesús, es por Tu Amor. Ahora Tú puedes convertir muchos pecadores, porque yo sufro mucho”.

Durante seis días Jacinta continuó a sufrir; y fue entonces que Nuestra Madre Santísima le apareció, quitándose todos los dolores y diciéndole el día y la hora en que moriría, asegurándole, una vez más, que Ella vendría para llevarla al Cielo. Cuatro días más tarde, el 20 de febrero de 1920, Jacinta Marto murió sola en su cama de hospital, a los 9 años de edad. Cuando le exhumaron el cuerpo al principio de la década de 1950, encontraron su cara incorrupta. Ella es ahora la Beata Jacinta.

Cuanto a los sacrificios hechos por la más vieja de los videntes, Lucía, sólo podemos imaginar cómo hubiesen sido. Ella vivió mucho tiempo. Y si el breve exilio de sus primitos en este valle de lágrimas fue marcado por el sufrimiento físico, la vida de Lucía, desde el comienzo de las Apariciones hasta su muerte, fue marcada por el sufrimiento espiritual. Como Nuestro Señor, que vino a los que eran Suyos y los Suyos no Lo recibieron, Lucía fue puesta en duda, negada y no respetada, primero por la familia, después por los funcionarios del Estado, y al fin y muy lamentablemente, por la jerarquía de la Iglesia.

Sólo podemos imaginar su soledad después de que las únicas personas en el mundo capaces de comprenderla por completo habían muerto. Sin Francisco y Jacinta, la sensación de aislamiento de Lucía debe haber sido aplastante.

Pero fue su destino en esta vida tener sólo una fuente de conforto: Dios. En esto, puede decirse, ella al mismo tiempo sufrió y recibió gran misericordia, porque aunque sea dolorosa siendo privados del consuelo que encontramos en otras personas y en nuestros confortes de día a día, todas estas cosas son, de cierta manera, ilusorias, y cuanto más nos aferramos a ellas, más lejos estamos de Dios. Lucía aprendió muy temprano la verdad de estas palabras, escritas por Santa Teresa de Ávila, en cuya orden acabaría siendo integrada:

Todo pasa, Dios no se muda.

Lucía vio el mundo hundirse cada vez más profundamente en su locura, sin prestar atención a los pedidos del Cielo y, como Jerusalén en los tiempos antiguos, no reconociendo el tiempo de su visitación. ¿Qué habría sufrido ella al ver la Madre Santísima ignorada y Jesús ofendido cada vez más? Su misión era hacer nacer Amor por el Inmaculado Corazón de María y, en vez de esto, ella tuvo que presenciar ultrajes cada vez mayores contra ese Inmaculado Corazón.

Sin embargo, es la paradoja de nuestra Fe que la salvación venga a través del sufrimiento. Dios puede hacer con que el mal sirva el bien. Y así, hasta el fin de sus días, con cada nueva herida sufrida por el cuerpo de Cristo, con cada nuevo insulto que se ofrecía a Nuestra Señora de Fátima, Lucía estaba haciendo sacrificios por la conversión de los pecadores, y por Su vez la Madre de Nuestro Señor los presentaba a Su Divino Hijo.

¿Cuántas personas, entre nosotros,
seremos salvadas por los sacrificios
de Jacinta?

No podemos saber.

Pero cada vez que recibimos una infusión de gracia, cada vez que manifestamos inesperadamente un aumento de fuerza que vence una tentación o nos desvía de un hábito pecaminoso, debemos recordarnos con gratitud que otras personas de nuestra Fe, nuestros verdaderos hermanos y hermanas en la familia de Dios, están satisfaciendo por nosotros aquello que San Pablo dijo que era necesario en el sacrificio de Nuestro Señor: el sacrificio de su voluntad al Amor de Dios. Y esto, por su vez, producirá en nosotros un deseo de asociarnos a este gran sacrificio, de colocar nuestra propia disponibilidad en la pira del Amor que arde en el Inmaculado Corazón de María y en el Sagrado Corazón de Jesús.

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