EL ESTIÉRCOL DEL DEMONIO
(Giovanni Papini,
Historia de Cristo. Ediciones Fax. Madrid. 1956).
http://holywar.org/txt/complot/manueldearbues/estiercol.htm
Consideren bien los hombres que han
de nacer todavía: Jesús no quiso tocar nunca con sus manos una moneda. Las
manos que amasaron el polvo de la tierra para dar vista al ciego; las manos que
tocaron las carnes infectas de los leprosos y los muertos; las manos que
abrazaron el cuerpo de Judas –mucho más infecto que el polvo, que la lepra y
que la putrefacción-; las manos blancas, puras, saludables, curadoras, que de
nada podían contaminarse, jamás han soportado uno de esos discos de metal que ostentan
en relieve el perfil de los amos del mundo. Jesús podía nombrar, en sus
parábolas, las monedas; podía mirarlas en manos ajenas, pero tocarlas, no. Le
repugnaban, con repugnancia cercana al horror. Todo su ser se rebelaba ante el
pensamiento de un contacto con esos sucios símbolos de la riqueza.
Cuando le piden el tributo para el
Templo, no quiere recurrir a la bolsa de los amigos, y ordena a Pedro que eche
la red: en la boca del primer pez que saque habrá el doble del dinero que se le
pide. Hay en tal milagro una sublime ironía que nadie ha visto. Yo no poseo
monedas; pero las monedas son de tal suerte despreciables y sin valor, que el
agua y la tierra las vomitarían a una palabra mía. El lago está llena de ellas.
Yo sé dónde están, y en cantidad suficiente para comprar, con sólo las sueltas,
a todos los sacerdotes del templo de Jerusalén y a todos los reyes de las
naciones, pero no muevo un dedo para recogerlas. Un subalterno mío las tomará
de la boca de un pez y se las dará al recaudador, porque los sacerdotes, a lo
que parece, las necesitan para vivir. Los animales mudos pueden llevar monedas:
yo soy rico, hasta tal punto que ni perlas quiero. Yo no soy animal mudo, sino alma que habla, y
las almas no tienen plata ni alforjas. No soy yo, pues, quien te da esas
dracmas, sino el lago. Yo no tengo nada que comprar y regalo cuanto poseo. Mi
patrimonio inacabable es la Verdad.
Pero un día Jesús tuvo que
considerar una moneda. Le preguntaron si era lícito al verdadero israelita pagar
el censo. Y respondió al punto: “Mostradme la moneda del censo”. Y se la
mostraron: mas no quiso tomarla en la mano. Era una moneda imperial, una moneda
romana, que llevaba impresa la faz hipócrita de Augusto. Pero él quería ignorar
de quien era aquel rostro. Preguntó: “¿De quién es esa imagen y esta
inscripción?”. Le respondieron: “De César”. Entonces arrojó a la cara de los
ladinos demandantes la palabra que les llenó de estupor: “Dad, pues, a César lo
que es de César, y a Dios lo que es de Dios”.
Muchos son los sentidos de estas
palabras; baste, por ahora, detenerse en la primera: dad. Dad lo que no es
vuestro. Los dineros no os pertenecen. Son hechos para los poderosos, para las
necesidades del poder. Son propiedad de los reyes y del reino –del otro reino,
el que no es vuestro. El rey representa la fuerza y es protector de las
riquezas; pero nosotros nada tenemos que ver con la violencia y rehusamos la
riqueza. Nuestro Reino no tiene poderosos ni ricos; el Rey que está en los
cielos no acuña moneda. La moneda es un medio para el cambio de bienes
terrenales. Lo poco que necesitamos –un poco de sol, un poco de aire, un poco
de agua, un pedazo de pan, un manto- nos es dado gratuitamente por Dios y por
los amigos de Dios. Vosotros os afanáis toda la vida por juntar un gran montón
de esos discos grabados. Nosotros no sabemos qué hacer con ellos. Para nosotros
son definitivamente superfluos. Por eso los restituimos; los restituimos a
quienes los han hecho acuñar, a quien ha puesto en ellos su retrato, para que
todo el mundo sepa que son suyos.
Jesús nunca tuvo necesidad de
restituir, porque nunca tuvo una moneda. Ordenó a sus discípulos que en sus
viajes no llevasen sacos para los donativos. Hizo una sola excepción –que da
espanto-. Del inciso de un Evangelio se deduce que un Apóstol tenía en depósito
la bolsa de la comunidad. Este discípulo era Judas. Con todo, también él
devolverá el dinero de la traición antes de desaparecer en la muerte. Judas es
la misteriosa víctima inmolada a la maldición de la moneda.
La moneda lleva consigo, justamente
con la grasa de las manos que la han cogido y sobado, el contagio del crimen.
De todas las cosas inmundas que el hombre ha fabricado para ensuciar la tierra
y ensuciarse, la moneda es, acaso, la más inmunda.
Esos pedazos de metal acuñado, que
pasan y vuelven a pasar todos los días por las manos, todavía sucias de sudor y
de sangre; gastados por los dedos rapaces de los ladrones, de los comerciantes,
de los banqueros, de los intermediarios, de los avaros; esos redondos y
viscosos esputos de las casas de la moneda, que todo el mundo desea, busca,
roba, envidia, ama más que al amor y aun que la vida; esos asquerosos
pedacillos de materia historiada, que el asesino da al sicario, el usurero al
hambriento, el enemigo al traidor, el estafador al cohechador, el hereje al
simoníaco, el lujurioso a la mujer vendida y comprada; esos sucios y hediondos
vehículos del mal, que persuaden al hijo de matar a su padre, a la esposa a
traicionar a su esposo, al hermano a defraudar a su hermano, al pobre malo a
acuchillar al mal rico, al criado de engañar a su amo, al malandrín a despojar
al viajero, al pueblo a asaltar a otro pueblo; esos dineros, esos emblemas
materiales de la materia, son los objetos más espantosos de cuantos el hombre
fabrica. La moneda, que ha hecho morir a tantos cuerpos, hace morir todos los
días a miles de almas. Más contagiosa que los harapos de un apestado, que el
pus de una pústula, que las inmundicias de una cloaca, entra en todas las
casas, brilla en los mostradores de los cambistas, se amontona en las cajas,
profana la almohada del sueño, se esconde en las tinieblas fétidas de los
escondrijos, ensucia las manos inocentes de los niños, tienta a las vírgenes,
paga el trabajo del verdugo, circula a la faz del mundo para encender el odio,
para atizar la codicia, para acelerar la corrupción y la muerte.
El pan, santo ya en la mesa
familiar, se convierte en la mesa del altar en el cuerpo inmortal de Cristo.
También la moneda es el signo visible de una transubstanciación. Es la hostia
infame del Demonio. Los dineros son los excrementos corruptibles del Demonio.
El que pone su corazón en el dinero y lo recibe con afán, comulga visiblemente
con el Demonio. Quien toca el dinero con voluptuosidad, toca, sin saberlo, el
estiércol del Demonio.
El puro no puede tocarlo; el santo
no puede soportarlo. Saben con indudable certeza cuál es su repugnante esencia.
Y sienten hacia la moneda el mismo horror que el rico hacia la miseria.
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