“Amén, yo te
aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”
Tomado del libro: “Sobre las siete
palabras pronunciadas por Cristo en la Cruz”, de San Roberto Belarmino
La segunda palabra o la segunda frase pronunciada
por Cristo en la Cruz fue, según el testimonio de San Lucas, la magnífica
promesa que hizo al ladrón que pendía de una Cruz a su lado. La promesa fue
hecha en las siguientes circunstancias. Dos ladrones habían sido crucificados
junto con el Señor, uno a su mano derecha, el otro a su izquierda, y uno de
ellos sumó a sus crímenes del pasado el pecado de blasfemar a Cristo y burlarse
de Él por su carencia de poder para salvarlos, diciendo: “No eres tú el Cristo?
Pues sálvate a ti y a nosotros!”. De hecho, San Mateo y San Marcos acusan a
ambos ladrones de este pecado, pero es lo más probable que los dos Evangelistas
usen el plural para referirse al número singular, según se hace frecuentemente
en las Sagradas Escrituras, como observa San Agustín en su trabajo sobre la
Armonía de los Evangelios. Así San Pablo, en su Epístola a los Hebreos, dice de
los Profetas: “cerraron la boca a los leones ... apedreados ..., aserrados ...;
anduvieron errantes cubiertos de pieles de oveja y de cabras”[64]. Sin embargo
hubo un solo Profeta, Daniel, que cerró la boca a los leones; hubo un solo Profeta,
Jeremías, que fue apedreado; hubo un sólo Profeta, Isaías, que fue aserrado.
Más aún, ni San Mateo ni San Marcos son tan explícitos con respecto a este
punto como San Lucas, que dice de manera muy clara, “Uno de los malhechores
colgados le insultaba”. Ahora bien, incluso concediendo que los dos vituperaron
al Señor, no hay razón para que el mismo hombre no lo haya maldecido en un
momento, y en otro haya proclamado sus alabanzas.
Sin embargo, la opinión de los que mantienen que uno
de los ladrones blasfemadores se convirtió por la oración del Señor, “Padre, perdónales,
porque no saben lo que hacen”, contradice manifiestamente la narración
evangélica. Pues San Lucas dice que el ladrón recién empezó a blasfemar a
Cristo luego de que Él hiciera esta oración; por ello nos vemos conducidos a
adoptar la opinión de San Agustín y de San Ambrosio, que dicen que sólo uno de
los ladrones lo vituperó, mientras el otro lo glorificó y defendió; y según
esta narración el buen ladrón increpó al blasfemador: “Es que no temes a Dios,
tú que sufres la misma condena?”[66]. El ladrón fue feliz por su solidaridad
con Cristo en la Cruz. Los rayos de la luz Divina que empezaban a penetrar la
oscuridad de su alma, lo llevaron a increpar al compañero de su maldad y a
convertirlo a una vida mejor; y este es el sentido pleno de su increpación:
“Tú, pues, quieres imitar la blasfemia de los judíos, que no han aprendido aún
a temer los juicios de Dios, sino que se ufanan de la victoria que creen haber
alcanzado al clavar a Cristo a una cruz.
Se consideran libres y seguros y no tienen aprensión
alguna del castigo. Pero acaso tú, que estás siendo crucificado por tus enormidades,
no temes la justicia vengadora de Dios? Por qué añades tú pecado a pecado?”.
Luego, procediendo de virtud a virtud, y ayudado por la creciente gracia de
Dios, confiesa sus pecados y proclama que Cristo es inocente. “Y nosotros”
dice, somos condenados “con razón” a la muerte de cruz, “porque nos lo hemos merecido
con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho”. Finalmente, creciendo
aún la luz de la gracia en su alma, añade: “Jesús, acuérdate de mí cuando
vengas con tu Reino” . Fue admirable, pues, la gracia del Espíritu Santo que
fue derramada en el corazón del buen ladrón. El Apóstol Pedro negó a su
Maestro, el ladrón lo confesó, cuando Él estaba clavado en su Cruz. Los discípulos
yendo a Emaús dijeron, “Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a
Israel”. El ladrón pide con confianza, “Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”.
El Apóstol Santo Tomás declara que no creerá en la Resurrección hasta que haya
visto a Cristo; el ladrón, contemplando a Cristo a quien vio sujeto a un
patíbulo, nunca duda de que Él será Rey después de su muerte.
Quién ha instruido al ladrón en misterios tan
profundos? Llama Señor a ese hombre a quien percibe desnudo, herido, en
desgracia, insultado, despreciado, y pendiendo en una Cruz a su lado: dice que después
de su muerte Él vendrá a su reino. De lo cual podemos aprender que el ladrón no
se figuró el reino de Cristo como temporal, como lo imaginaron ser los judíos,
sino que después de su muerte Él sería Rey para siempre en el cielo. Quién ha
sido su instructor en secretos tan sagrados y sublimes? Nadie, por cierto, a
menos que sea el Espíritu de Verdad, que lo esperaba con Sus más dulces bendiciones.
Cristo, luego de su Resurrección dijo a Sus Apóstoles: “No era necesario que el
Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”. Pero el ladrón
milagrosamente previó esto, y confesó que Cristo era Rey en el momento en que
no lo rodeaba ninguna semblanza de realeza. Los reyes reinan durante su vida, y
cuando cesan de vivir cesan de reinar; el ladrón, sin embargo, proclama en alta
voz que Cristo, por medio de su muerte heredaría un reino, que es lo que el
Señor significa en la parábola: “Un hombre noble marchó a un país lejano, para
recibir la investidura real y volverse”. Nuestro Señor dijo estas palabras un
tiempo corto antes de su Pasión para mostrarnos que mediante su muerte Él iría
a un país lejano, es decir a otra vida; o en otras palabras, que Él iría al
cielo que está muy alejado de la tierra, para recibir un reino grande y eterno,
pero que Él volvería en el último día, y recompensaría a cada hombre de acuerdo
a su conducta en esta vida, ya sea con premio o con castigo. Con respecto a
este reino, por lo tanto, que Cristo recibiría inmediatamente después de su
muerte, el ladrón dijo sabiamente:
“Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”.
Pero puede preguntarse, no era Cristo nuestro Señor
Rey antes de su muerte?
Sin lugar a dudas lo era, y por eso los Magos
inquirían continuamente: “Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?”. Y
Cristo mismo dijo a Pilato: “Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y
para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad”. Pero Él era
Rey en este mundo como un viajero entre extraños, por eso no fue reconocido
como Rey sino por unos cuantos, y fue despreciado y mal recibido por la
mayoría. Y así, en la parábola que acabamos de citar, dijo que Él iría “a un
país lejano, para recibir la investidura real”. No dijo que Él la adquiriría
por parte de otro, sino que la recibiría como Suya propia, y volvería, y el ladrón
observó sabiamente, “cuando vengas con tu Reino”.
El reino de Cristo no es sinónimo en este pasaje de
poder o soberanía real, porque lo ejerció desde el comienzo de acuerdo a estos
versículos de los salmos: “Ya tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte santo”.
“Dominará de mar a mar, desde el Río hasta los confines de la tierra”. E Isaías
dice, “Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el
señorío sobre su hombro”. Y Jeremías, “Suscitaré a David un Germen justo:
reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra. Y Zacarías,
“Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí
que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en
un pollino, cría de asna”. Por eso en la parábola de la recepción del reino,
Cristo no se refería a un poder soberano, ni tampoco el buen ladrón en su
petición, “Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”, sino que ambos hablaron
de esa dicha perfecta que libera al hombre de la servidumbre y de la angustia
de los asuntos temporales, y lo somete solamente a Dios, Al cual servir es
reinar, y por el cual ha sido puesto por encima de todas Sus obras. De este reino
de dicha inefable del alma, Cristo gozó desde el momento de su concepción, pero
la dicha del cuerpo, que era Suya por derecho, no la gozó actualmente hasta
después de su Resurrección. Pues mientras fue un forastero en este valle de lágrimas,
estaba sometido a fatigas, a hambre y sed, a lesiones, a heridas, y a la
muerte.
Pero como su Cuerpo siempre debió ser glorioso, por
eso inmediatamente después de la muerte Él entró en el gozo de la gloria que le
pertenecía: y en estos términos se refirió a ello después de su Resurrección: “No
era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”.
Esta gloria que Él llama Suya propia, pues está en
su poder hacer a otros partícipes de ella, y por esta razón Él es llamado el
“Rey de la gloria”[79] y “Señor de la gloria”[80], y “Rey de Reyes”[81] y Él mismo
dice a Sus Apóstoles, “yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros”[82].
Él, en verdad, puede recibir gloria y un reino, pero nosotros no podemos
conferir ni el uno ni el otro, y estamos invitados a entrar “en el gozo de tu
señor”[83] y no en nuestro propio gozo. Este entonces es el reino del cual
habló el buen ladrón cuando dijo, “Cuando vengas con tu Reino”. Pero no debemos
pasar por alto las muchas excelentes virtudes que se manifiestan en la oración
del santo ladrón. Una breve revista de ellas nos preparará para la respuesta de
Cristo a la petición; “Señor, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”.
En primer lugar lo llama Señor, para mostrar que se
considera a sí mismo como un siervo, o más bien como un esclavo redimido, y
reconoce que Cristo es su Redentor. Luego añade un pedido sencillo, pero lleno
de fe, esperanza, amor, devoción, y humildad: “Acuérdate de mí”. No dice: Acuérdate
de mí si puedes, pues cree firmemente que Cristo puede hacer todo. No dice: Por
favor, Señor, acuérdate de mí, pues tiene plena confianza en su caridad y
compasión. No dice: Deseo, Señor, reinar contigo en tu reino, pues su humildad
se lo prohibía. En fin, no pide ningún favor especial, sino que reza simplemente:
“Acuérdate de mí”, como si dijera: Todo lo que deseo, Señor, es que Tú te
dignes recordarme, y vuelvas tus benignos ojos sobre mí, pues yo sé que eres
todopoderoso y que sabes todo, y pongo mi entera confianza en tu bondad y amor.
Es claro por las palabras conclusivas de su oración, “Cuando vengas con tu
Reino”, que no busca nada perecible y vano, sino que aspira a algo eterno y
sublime.
Daremos oído ahora a la respuesta de Cristo: “Amén,
yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”. La palabra “Amén” era usada
por Cristo cada vez que quería hacer un anuncio solemne y serio a Sus
seguidores. San Agustín no ha dudado en afirmar que esta palabra era, en boca
de nuestro Señor, una suerte de juramento. No podía por cierto ser un
juramento, de acuerdo a las palabras de Cristo: “Pues yo digo que no juréis en
modo alguno... Sea vuestro lenguaje: "Sí, sí"; "no, no":
que lo que pasa de aquí viene del Maligno”[84]. No podemos, por lo tanto,
concluir que nuestro Señor realizara un juramento cada vez que usó la palabra
Amén. Amén era un término frecuente en sus labios, y algunas veces no sólo
precedía sus afirmaciones con Amén, sino con Amén, amén.
Así pues la observación de San Agustín de que la
palabra Amén no es un juramento, sino una suerte de juramento, es perfectamente
justa, porque el sentido de la palabra es verdaderamente: en verdad, y cuando
Cristo dice: Verdaderamente os digo, cree seriamente lo que dice, y en
consecuencia la expresión tiene casi la misma fuerza que un juramento. Con gran
razón, por ello, se dirigió al ladrón diciendo: “Amén, yo te aseguro”, esto es,
yo te aseguro del modo más solemne que puedo sin hacer un juramento; pues el
ladrón podría haberse negado por tres razones a dar crédito a la promesa de
Cristo si Él no la hubiera aseverado solemnemente. En primer lugar, pudiera haberse
negado a creer por razón de su indignidad de ser el receptor de un premio tan
grande, de un favor tan alto. Pues quién habría podido imaginar que el ladrón
sería transferido de pronto de una cruz a un reino? En segundo lugar podría
haberse negado a creer por razón de la persona que hizo la promesa, viendo que
Él estaba en ese momento reducido al extremo de la pobreza, debilidad e
infortunio, y el ladrón podría por ello haberse argumentado: Si este hombre no
puede durante su vida hacer un favor a Sus amigos, cómo va a ser capaz de asistirlos
después de su muerte? Por último, podría haberse negado a creer por razón de la
promesa misma. Cristo prometió el Paraíso.
Ahora bien, los Judíos interpretaban la palabra
Paraíso en referencia al cuerpo y no al alma, pues siempre la usaban en el
sentido de un Paraíso terrestre. Si nuestro Señor hubiera querido decir: Este
día tú estarás conmigo en un lugar de reposo con Abraham, Isaac, y Jacob, el
ladrón podría haberle creído con facilidad; pero como no quiso decir esto, por
eso precedió su promesa con esta garantía: “Amén, yo te aseguro”. “Hoy”. No
dice: Te pondré a Mi Mano Derecha en medio de los justos en el Día del Juicio.
Ni dice: Te llevaré a un lugar de descanso luego de algunos años de sufrir en
el Purgatorio. Ni tampoco: Te consolaré dentro de algunos meses o días, sino
este mismo día, antes que el sol se ponga, pasarás conmigo del patíbulo de la
cruz a las delicias del Paraíso. Maravillosa es la liberalidad de Cristo,
maravillosa también es la buena fortuna del pecador.
San Agustín, en su trabajo sobre el Origen del Alma,
considera con San Cipriano que el ladrón puede ser considerado un mártir, y que
su alma fue directamente al cielo sin pasar por el Purgatorio. El buen ladrón
puede ser llamado mártir porque confesó públicamente a Cristo cuando ni
siquiera los Apóstoles se atrevieron a decir una palabra a su favor, y por
razón de esta confesión espontánea, la muerte que sufrió en compañía de Cristo
mereció un premió tan grande ante Dios como si la hubiera sufrido por el nombre
de Cristo. Si nuestro Señor no hubiera hecho otra promesa que: “Hoy estarás
conmigo”, esto sólo hubiera sido una bendición inefable para el ladrón, pues
San Agustín escribe: “Dónde puede haber algo malo con Él, y sin Él dónde puede
haber algo bueno?”. En verdad Cristo no hizo una promesa trivial a los que lo siguen
cuando dijo: “Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará
también mi servidor”. Al ladrón, sin embargo, le prometió no sólo su compañía,
sino también el Paraíso.
Aunque algunas personas han discutido acerca del
sentido de la palabra Paraíso en este texto, no parece haber fundamento para la
discusión. Pues es seguro, porque es un artículo de fe, que en el mismo día de
su muerte el Cuerpo de Cristo fue colocado en el sepulcro, y su Alma descendió
al Limbo, y es igualmente cierto que la palabra Paraíso, ya sea que hablemos
del Paraíso celeste o terrestre, no se puede aplicar ni al sepulcro ni al
Limbo. No puede aplicarse al sepulcro, pues era un lugar muy triste, la primera
morada de los cadáveres, y Cristo fue el único enterrado en el sepulcro: el
ladrón fue enterrado en otro lugar. Más aún, las palabras, “estarás conmigo” no
se hubieran cumplido, si Cristo hubiera hablado meramente del sepulcro.
Tampoco se puede aplicar la palabra Paraíso al
Limbo. Pues Paraíso es un jardín de delicias, e incluso en el paraíso terrenal
habían flores y frutas, aguas límpidas y una deliciosa suavidad en el aire. En el
Paraíso celestial habían delicias sin fin, gloria interminable, y los lugares
de los bienaventurados. Pero en el Limbo, donde las almas de los justos estaban
detenidas, no había luz, ni alegría, ni placer; no por cierto que estas almas
estuviesen sufriendo, pues la esperanza de la redención y la perspectiva de ver
a Cristo era sujeto de consuelo y gozo para ellos, pero se mantenían como
cautivos en prisión. Y en este sentido el Apóstol, explicando a los profetas,
dice: “Subiendo a la altura, llevó cautivos”. Y Zacarías dice: “En cuanto a ti,
por la sangre de tu alianza, yo soltaré a tus cautivos de la fosa en la que no hay
agua”, donde las palabras “tus cautivos” y “la fosa en la que no hay agua”
apuntan evidentemente no a lo delicioso del Paraíso sino a la oscuridad de una prisión.
Por eso, en la promesa de Cristo, la palabra Paraíso no podía significar otra
cosa que la bienaventuranza del alma, que consiste en la visión de Dios, y esta
es verdaderamente un paraíso de delicias, no un paraíso corpóreo o local, sino
uno espiritual y celestial. Por esta razón, al pedido del ladrón, “Acuérdate de
mí cuando vengas con tu Reino”, el Señor no replicó “hoy estarás conmigo” en Mi
reino, sino “Estarás conmigo en el Paraíso”, porque en ese día Cristo no entró
en su reino, y no entró en él hasta el día de su Resurrección, cuando su Cuerpo
se volvió inmortal, impasible, glorioso, y ya no era pasible de servidumbre o
sujeción alguna. Y no tendrá al buen ladrón como compañero suyo en su reino
hasta la resurrección de todos los hombres en el último día. Sin embargo, con
gran verdad y propiedad, le dijo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”, pues en
este mismo día comunicaría tanto al alma del buen ladrón como a las almas de
los santos en el Limbo esa gloria de la visión de Dios que Él había recibido en
su concepción; pues ésta es verdadera gloria y felicidad esencial; éste es el
gozo supremo del Paraíso celeste. Debe admirarse también mucho la elección de
las palabras utilizadas por Cristo en esta ocasión.
No dijo: Hoy estaremos en el Paraíso, sino: “hoy
estarás conmigo en el Paraíso”, como si quisiera explicarse más extensamente,
de la siguiente manera: Este día tú estás conmigo en la Cruz, pero tú no estás
conmigo en el Paraíso en el cual estoy con respecto a la parte superior de Mi
Alma. Pero en poco tiempo, incluso hoy, tú estarás conmigo, no sólo liberado de
los brazos de la cruz, sino abrazado en el seno de en el seno del Paraíso.
El primer fruto que
ha de ser cosechado de la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo
sobre la Cruz.
Podemos recoger algunos frutos escogidos de la segunda palabra dicha desde
la Cruz. El primer fruto es la consideración de la inmensa misericordia y
liberalidad de Cristo, y qué cosa buena y útil es servirlo. Los muchos dolores
que Él estaba sufriendo podrían haber sido alegados como excusa por nuestro
Señor para no escuchar la petición del ladrón, pero en su caridad prefirió
olvidar Sus propios graves dolores a no escuchar la oración de un pobre pecador
penitente. Este mismo Señor no contestó una palabra a las maldiciones y
reproches de los sacerdotes y soldados, pero ante el clamor de un pecador
confesándose, su caridad le prohibió permanecer en silencio.
Cuando es injuriado no abre su boca, porque Él es paciente; cuando un
pecador confiesa su culpa, habla, porque Él es benigno. Pero qué hemos de decir
de su liberalidad? Aquellos que sirven a amos temporales obtienen con
frecuencia una magra recompensa por muchas labores. Incluso en este día vemos a
no pocos que han gastado los mejores años de su vida al servicio de príncipes,
y se retiran a edad avanzada con un magro salario. Pero Cristo es un Príncipe
verdaderamente liberal, un Amo verdaderamente magnánimo. No recibe servicio
alguno de manos del buen ladrón, excepto algunas palabras bondadosas y el deseo
cordial de asistirlo, y contemplad con qué gran premio le devuelve! En este
mismo día todos los pecados que había cometido durante su vida son perdonados;
es puesto al mismo nivel con los príncipes de su pueblo, a saber, con los
patriarcas y los profetas; y finalmente Cristo lo eleva a la solidaridad de su
mesa, de su dignidad, de su gloria, y de todos Sus bienes. “Hoy”, dice,
“estarás conmigo en el Paraíso”. Y lo que Dios dice, lo hace. Tampoco difiere
esta recompensa a algún día distante, sino que en este mismo día derrama en su
seno “una medida buena, apretada, remecida, rebosante”.
El ladrón no es el único que ha experimentado la liberalidad de Cristo.
Los apóstoles, que dejaron o bien una barca, o bien un despacho de impuestos, o
bien un hogar para servir a Cristo, fueron hechos por Él “príncipes sobre toda
la tierra”[89] y los diablos, serpientes, y toda clase de enfermedades les
fueron sometidos. Si algún hombre ha dado alimento o vestido a los pobres como
limosna en el nombre de Cristo, escuchará estas palabras consoladoras en el Día
del Juicio: “Tuve hambre, y me disteis de comer... estaba desnudo, y me
vestisteis”[90], recibid, por lo tanto, y poseed mi Reino eterno. En fin, para
no detenernos en muchas otras promesas de recompensas, podría hombre alguno
creer la casi increíble liberalidad de Cristo, si no hubiera sido Dios Mismo
Quien prometió que “todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas,
padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y
heredará vida eterna”[91]? San Jerónimo y los otros santos Doctores interpretan
el texto arriba citado de esta manera. Si un hombre, por el amor de Cristo,
abandona cualquier cosa en esta vida presente, recibirá una recompensa doble,
junto con una vida de valor incomparablemente mayor que la pequeñez que ha
dejado por Cristo.
En primer lugar, recibirá un gozo espiritual o un don espiritual en esta
vida, cien veces más precioso que la cosa temporal que despreció por Cristo; y
un hombre espiritual escogería más bien mantener este don que cambiarlo por
cien casas o campos, u otras cosas semejantes. En segundo lugar, como si Dios
Todopoderoso considerase esta recompensa como de pequeño o ningún valor, el
feliz mercader que negocia bienes terrenos por celestiales recibirá en el
próximo mundo la vida eterna, en la cual palabra está contenido un océano de
todo lo bueno.
Tal, pues, es la manera en que Cristo, el gran Rey, muestra su liberalidad
a aquellos que se dan a su servicio sin reservas. No son acaso necios aquellos
hombres que, dejando de lado la bandera de Monarca como este, desean hacerse
esclavos de Mamón, de la gula, de la lujuria?
Pero aquellos que no saben qué cosas Cristo considera ser verdaderas
riquezas, podrían decir que estas promesas son meras palabras, pues muchas
veces hallamos que Sus amigos queridos son pobres, escuálidos, abyectos y
sufridos, y por el otro lado, nunca vemos esta recompensa centuplicada que se
proclama como tan verdaderamente magnífica. Así es: el hombre carnal nunca verá
el ciento por uno que Cristo ha prometido, porque no tiene ojos con los cuales
pueda verlo; ni participará jamás en ese gozo sólido que engendra una pura
conciencia y un verdadero amor de Dios. Aduciré, sin embargo, un ejemplo para
mostrar que incluso un hombre carnal puede apreciar los deleites espirituales y
las riquezas espirituales. Leemos en un libro de ejemplos acerca de los hombres
ilustres de la Orden Cisterciense, que un cierto hombre noble y rico, llamado Arnulfo,
dejó toda su fortuna y se convirtió en monje Cisterciense, bajo la autoridad de
San Bernardo. Dios probó la virtud de este hombre mediante los amargos dolores
de muchos tipos de sufrimientos, particularmente hacia el final de su vida; y
en una ocasión, cuando estaba sufriendo más agudamente que de costumbre, clamó
con voz fuerte: “Todo lo que has dicho, Oh Señor Jesús, es verdad”. Al preguntarle
los que estaban presentes, cuál era la razón de su exclamación, replicó:
“El Señor, en su Evangelio, dice que aquellos que dejan sus riquezas y
todas las cosas por Él, recibirán el ciento por uno en esta vida, y después la
vida eterna. Yo entiendo largamente la fuerza y gravedad de esta promesa, y yo
reconozco que ahora estoy recibiendo el ciento por uno por todo lo que dejé.
Verdaderamente, la gran amargura de este dolor me es tan placentera por la
esperanza de la Divina misericordia que se me extenderá a causa de mis
sufrimientos, que no consentiría ser liberado de mis dolores por cien veces el
valor de la materia mundana que dejé. Porque, verdaderamente, la alegría espiritual
que se centra en la esperanza de lo que vendrá, sobrepasa cien veces toda la
alegría mundana, que brota del presente”. El lector, al ponderar estas
palabras, podrá juzgar qué tan grande estima ha de tenerse por la virtud venida
del cielo de la esperanza cierta de la felicidad eterna.
El segundo fruto
que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda Palabra dicha por
Cristo sobre la Cruz
El conocimiento del poder de la Divina gracia y de
la debilidad de la voluntad humana, es el segundo fruto a ser recogido de la
consideración de la segunda palabra, y este conocimiento equivale a decir que
nuestra mejor política es poner toda nuestra confianza en la gracia de Dios, y
desconfiar enteramente de nuestra propia fuerza. Si algún hombre quiere conocer
el poder de la gracia de Dios, que ponga sus ojos en el buen ladrón.
Era un pecador notorio, que había pecado en el
perverso curso de su vida hasta el momento en que fue sujeto a la cruz, esto
es, casi hasta el último momento de su vida; y en este momento crítico, cuando
su salvación eterna estaba en juego, no había nadie presente para aconsejarlo o
asistirlo. Pues aunque estaba en gran proximidad a su Salvador, sin embargo
sólo escuchaba a los sumos sacerdotes y Fariseos declarando que Él era un
seductor y un hombre ambicioso que buscaba tener poder soberano.
También escuchaba a su compañero, burlándose
perversamente en términos similares. No había nadie que dijera una palabra
buena por Cristo, e incluso Cristo Mismo no refutaba estas blasfemias y
maldiciones. Sin embargo, con la asistencia de la gracia de Dios, cuando las
puertas del cielo parecían cerradas para él, y las fauces del infierno abiertas
para recibirlo, y el pecador mismo tan alejado como parece posible de la vida
eterna, fue iluminado repentinamente de lo alto, sus pensamientos se dirigieron
hacia el canal apropiado, y confesó que Cristo era inocente y el Rey del mundo
por venir, y, como ministro de Dios, reprobó al ladrón que lo acompañaba, lo
persuadió de que se arrepintiera, y se encomendó humilde y devotamente a
Cristo.
En una palabra, sus disposiciones fueron tan
perfectas que los dolores de su crucifixión compensaron por cuanto sufrimiento
pudiera estar guardado para él en el Purgatorio, de tal modo que inmediatamente
después de la muerte ingresó en el gozo de su Señor. Por esta circunstancia
resulta evidente que nadie debe desesperar de la salvación, pues el ladrón que
entró en la viña del Señor casi a la hora duodécima recibió su premio con
aquellos que habían venido en la primera hora. Por otro lado, en orden a
permitirnos ver la magnitud de la debilidad humana, el mal ladrón no se
convierte ni por la inmensa caridad de Cristo, Quien oró tan amorosamente por
Sus ejecutores, ni por la fuerza de sus propios sufrimientos, ni por la
admonición y ejemplo de su compañero, ni por la inusual oscuridad, el partirse
de las rocas, o la conducta de aquellos que, después de la muerte de Cristo,
volvieron a la ciudad golpeándose el pecho.
Y todas estas cosas sucedieron después de la
conversión del buen ladrón, para mostrarnos que mientras uno pudo ser
convertido sin estas ayudas, el otro, con todos estos auxilios, no pudo, o en
realidad no quiso, ser convertido. Pero puede preguntarse, por qué Dios ha dado
la gracia de la conversión a uno y se la ha negado al otro? Contestó que a
ambos se le dio gracia suficiente para su conversión, y que si uno pereció,
pereció por su propia culpa, y que si el otro se convirtió, fue convertido por
la gracia de Dios, pero no sin la cooperación de su propia libre voluntad.
Todavía podría argüirse, por qué no dio Dios a ambos esa gracia eficaz que
capaz de sobreponerse al corazón más endurecido? La razón de que no lo haya
hecho así es uno de esos secretos que debemos admirar pero no penetrar, pues
debemos quedar satisfechos con el pensamiento de que no puede haber injusticia
en Dios, como dice el Apóstol, pues, como lo expresa San Agustín, los juicios
de Dios pueden ser secretos, pero no pueden ser injustos. Aprender de este
ejemplo a no posponer nuestra conversión hasta la proximidad de la muerte, es
una lección que nos concierne de forma más inmediata.
Pues si uno de los ladrones cooperó con la gracia de
Dios en el último momento, el otro la rechazó, y encontró su perdición
definitiva. Y todo lector de historia, u observador de lo que sucede alrededor,
no puede sino saber que la regla es que los hombres terminen una vida perversa
con una muerte miserable, mientras que es una excepción que el pecador muera de
manera feliz; y, por el otro lado, no sucede con frecuencia que aquellos que
viven bien y santamente lleguen a un fin triste y miserable, sino que muchas
personas buenas y piadosas entran, después de su muerte, en posesión de los
gozos eternos. Son demasiado presuntuosas y necias aquellas personas que, en un
asunto de tal importancia como la felicidad eterna o el tormento eterno, osan
permanecer en un estado de pecado mortal incluso por un día, viendo que pueden
ser sorprendidas por la muerte en cualquier momento, y que después de la muerte
no hay lugar para el arrepentimiento, y que una vez en el infierno ya no hay
redención.
El tercer fruto que
ha de ser cosechado de la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo
sobre la Cruz
Se puede extraer un tercer fruto de la segunda palabra de nuestro Señor,
advirtiendo el hecho de que hubieron tres personas crucificadas al mismo
tiempo, uno de los cuales, a saber, Cristo, fue inocente; otro, a saber, el
buen ladrón, fue un penitente; y el tercero, a saber, el mal ladrón, permaneció
obstinado en su pecado: o para expresar la misma idea en otras palabras, de los
tres que fueron crucificados al mismo tiempo, Cristo fue siempre y
trascendentemente santo, uno de los ladrones fue siempre y notablemente
perverso, y el otro ladrón fue primero un pecador, pero ahora un santo.
De esta circunstancia hemos de inferir que todo hombre en este mundo tiene
su cruz y que aquellos que buscamos vivir sin tener una cruz que llevar,
apuntamos a algo que es imposible, mientras que debemos tener por sabias a aquellas
personas que reciben su cruz de la mano del Señor, y la cargan incluso hasta la
muerte, no sólo pacientemente sino alegremente.
Y el que toda alma piadosa tiene una cruz que cargar puede deducirse de
estas palabras de nuestro Señor: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese
a sí mismo, tome su cruz y sígame”, y de nuevo, “El que no lleve su cruz y
venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío”, que es precisamente la
doctrina del Apóstol: “Todos los que quieran vivir piadosamente”, dice, “en Cristo
Jesús, sufrirán persecuciones”. Los Padres Griegos y Latinos dan su entera
adhesión a esta enseñanza, y para no ser polijo haré sólo dos citas.
San Agustín en su comentario a los salmos escribe: “Esta vida corta es una
tribulación: si no es una tribulación no es un viaje: pero si es un viaje o
bien no amas el país hacia el cual estás viajando, o bien sin duda estarás en
tribulación”.
Y en otro lugar: “Si dices que no has sufrido nada aún, entonces no has
empezado a ser Cristiano”.
San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías al pueblo de Antioquía, dice:
“La tribulación es una cadena que no puede ser desvinculada de la vida de un
Cristiano”.
Y de nuevo: “No puedes decir que un hombre es santo si no ha pasado la
prueba de la tribulación”.
En verdad esta doctrina puede ser demostrada por la razón. Las cosas de
naturaleza contraria no pueden ser puestas en presencia de la otra sin una
oposición mutua; así el fuego y el agua, mientras se mantengan aparte,
permanecerán quietas; pero júntalas, y el agua empezará a sonar, a convertirse
en glóbulos, y a transformarse en vapor hasta que o el agua se consuma, o el
fuego se extinga. “Frente al mal está el bien”, dice el Eclesiástico, “frente a
la muerte, la vida. Así frente al piadoso, el pecador”. Los hombres justos se
comparan al fuego. Su luz brilla, su celo arde, siempre están ascendiendo de
virtud en virtud, siempre trabajando, y todo lo que emprenden lo realizan
eficazmente. Por el otro lado los pecadores son comparados al agua. Son fríos,
moviéndose siempre en la tierra, y formando lodo por todos lados.
Es pues, por lo tanto, extraño que los hombres malos persigan a las almas
justas? Pero porque, incluso hasta el fin del mundo, el trigo y la cizaña
crecerán en el mismo campo, la chala y el maíz pueden estar en el mismo
almacén, los peces buenos y malos pueden ser hallados en la misma red, esto es hombres
derechos y perversos en el mismo mundo, e incluso en la misma Iglesia; de esto
necesariamente se sigue que los buenos y los santos serán perseguidos por los
malos y los impíos.
Los perversos también tienen sus cruces en este mundo. Pues aunque no sean
perseguidos por los buenos, aún así serán atormentados por otros pecadores, por
sus propios vicios, e incluso por sus conciencias perversas. El sabio Salomón,
que ciertamente hubiera sido feliz en este mundo, si la felicidad fuera posible
aquí, reconoció que tenía una Cruz que cargar cuando dijo: “Consideré entonces
todas las obras de mis manos y el fatigoso afán de mi hacer y vi que todo es
vanidad y atrapar vientos”.
Y el escritor del Libro del Eclesiástico, que era también un hombre muy
prudente, pronuncia esta sentencia general: “Grandes trabajos han sido creados
para todo hombre, un yugo pesado hay sobre los hijos de Adán”.
San Agustín en su comentario a los Salmos dice que “la mayor de las tribulaciones
es una conciencia culpable”.
San Juan Crisóstomo en su homilía sobre Lázaro muestra extensamente cómo
los perversos deben tener sus cruces. Si son pobres, su pobreza es su cruz; si
no son pobres, la avaricia es su cruz, que es una cruz más pesada que la
pobreza; si están postrados en un lecho de enfermedad, su lecho es su cruz. San
Cipriano nos dice que todo hombre desde el momento de su nacimiento está
destinado a cargar una cruz y a sufrir tribulación, lo cual es preanunciado por
las lágrimas que derrama todo infante. “Cada uno de nosotros”, escribe, “en su
nacimiento, en su misma entrada al mundo, derrama lágrimas. Y aunque entonces
somos inconscientes e ignorantes de todo, sin embargo sabemos, incluso en
nuestro nacimiento, qué es llorar: por una previsión natural lamentamos las
ansiedades y trabajos de la vida que estamos comenzando, y el alma ineducada,
por sus lamentos y llanto, proclama las farragosas conmociones del mundo al que
está ingresando”.
Siendo las cosas así no puede haber duda de que hay una cruz guardada para
el bueno así como para el malo, y sólo me resta probar que la cruz de un santo
dura poco tiempo, es ligera y fecunda, mientras que la de un pecador es eterna,
pesada y estéril. En primer lugar no puede haber duda en el hecho de que un
santo sufre sólo por un breve periodo, pues no puede tener que soportar nada
cuando esta vida haya pasado. “Desde ahora, sí --dice el Espíritu--” a las
almas justas que parten, “que descansen de sus fatigas, porque sus obras los
acompañan”. “Y [Dios] enjugará toda lágrima de sus ojos”.
Las sagradas Escrituras dicen de forma muy positiva que nuestra vida
presente es corta, aunque a nosotros nos pueda parecer larga: “Están contados
ya sus días” y “El hombre, nacido de mujer, corto de días” y “Qué será de
vuestra vida? ... Sois vapor que aparece un momento y después desaparece!”. El
Apóstol, sin embargo, que llevó una cruz muy pesada desde su juventud hasta su
edad anciana, escribe en estos términos en su Epístola a los Corintios: “En
efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado
caudal de gloria eterna”, pasaje en el cual habla de sus sufrimientos como sin
medida, y los compara a un momento indivisible, aunque se hayan extendido por
un periodo de más de treinta años. Y sus sufrimientos consistieron en estar
hambriento, sediento, desnudo, apaleado, en haber sido golpeado tres veces con varas
por los Romanos, cinco veces flagelado por los judíos, una vez apedreado, y
haber tres veces naufragado; en emprender muchos viajes, en ser muchas veces
prisionero, en recibir azotes sin medida, en ser reducido muchas veces hasta el
último extremo. Qué tribulaciones, pues,
llamaría pesadas, si considera estas como ligeras, como realmente son? Y qué
dirías tú, amable lector, si insisto en que la cruz es no sólo ligera, sino
incluso dulce y agradable por razón de las superabundantes consolaciones del
Espíritu Santo? Cristo dice de su yugo que puede ser llamado cruz: “Mi yugo es
suave y mi carga ligera”[106]; y en otro lugar dice: “Lloraréis y os
lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se
convertirá en gozo”. Y el Apóstol escribe: “Estoy lleno de consuelo y sobreabundo
de gozo en todas nuestras tribulaciones”.
En una palabra, no podemos negar que la cruz del justo es no sólo ligera y
temporal, sino fecunda, útil, y portadora de todo buen regalo, cuando escuchamos
a nuestro Señor decir: “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el Reino de los Cielos”, a San Pablo exclamando que “Los
sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar
en nosotros”, y a San Pedro exhortándonos a regocijarnos si “participáis en los
sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la
revelación de su gloria”. Por otro lado no es necesaria una demostración para
mostrar que la cruz de los perversos es eterna en su duración, muy pesada y carente
de mérito. Con certeza que la muerte del mal ladrón no fue un descenso de la
Cruz, como lo fue la muerte del buen ladrón, pues hasta ahora ese hombre
desdichado está morando en el infierno, y morará allí para siempre, porque el
“gusano” del perverso “no morirá, su fuego no se apagará”. Y la cruz del glotón
rico, que es la cruz de aquellos que almacenan riquezas, que son muy aptamente comparadas
por el Señor a espinas que no pueden ser manipuladas o guardadas con impunidad,
no cesa con esta vida como cesó la cruz del pobre Lázaro, sino que lo acompaña
al infierno, donde incesantemente arde y lo atormenta, y lo fuerza a implorar
una gota de agua para refrescar su lengua ardiente: “porque estoy atormentado
en esta llama”. Por eso la cruz de los perversos es eterna en su duración, y
los lamentos de aquellos de quienes leemos en el libro de la Sabiduría, dan
testimonio de que es pesada y ardua: “Nos hartamos de andar por sendas de
iniquidad y perdición, atravesamos desiertos intransitables”. Qué! No son
senderos difíciles de andar la ambición, la avaricia, la lujuria? No son
senderos difíciles de andar los acompañantes de estos vicios: ira, contiendas,
envidia? No son senderos difíciles de andar los pecados que brotan de estos acompañantes:
traición, disputas, afrentas, heridas y asesinato? Lo son ciertamente y no es
poco frecuente que obliguen a los hombres a suicidarse en desesperación, y,
buscando por medio de ello evitar una cruz, preparar para sí mismos una mucho
más pesada. Y qué ventaja o fruto derivan los perversos de su cruz? No es más capaz
de traerles una ventaja que los espinos lo son de producir uvas, o los cardos
higos.
El yugo del Señor trae la paz, según Sus propias palabras: “Tomad sobre
vosotros mi yugo... y hallaréis descanso para vuestras almas”. Puede el yugo
del demonio, que es diametralmente opuesto al de Cristo, traer otra cosa que
preocupación y ansiedad? Y esto es de mayor importancia aún: que mientras la
Cruz de Cristo es el paso a la felicidad eterna, “No era necesario que el Cristo
padeciera eso y entrara así en su gloria?”, la cruz del demonio es el paso a
los tormentos eternos, de acuerdo a la sentencia pronunciada sobre los
perversos: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo
y sus ángeles”. Si hubiera hombres sabios que están crucificados en Cristo, no
buscarían bajar de la Cruz, como el ladrón buscó tontamente, sino que
permanecerán más bien cerca a su lado, con el buen ladrón, y pedirán perdón de Dios
y no la liberación de la cruz, y así sufriendo sólo con Él, reinarán también
con Él, de acuerdo a las palabras del Apóstol: “Sufrimos con Él, para ser
también con él glorificados”. Si, sin embargo, hubieran sabios entre aquellos
que son oprimidos por la cruz del demonio, se preocuparían de sacársela de
encima de una vez, y si tienen algún sentido cambiarán las cinco yugadas de
bueyes por el único yugo de Cristo. Por las cinco yugadas de bueyes se refiere
a los trabajos y cansancio de los pecadores que son esclavos de sus cinco
sentidos; y cuando un hombre trabaja en hacer penitencia en lugar de pecar,
trueca las cinco yugadas de bueyes por el único yugo de Cristo.
Feliz es el alma que sabe cómo crucificar la carne con sus vicios y
concupiscencias, y distribuye las limosnas que pudieran haberse gastado en
gratificar sus pasiones, y pasa en oración y en lectura espiritual, en pedir la
gracia de Dios y el patrocinio de la Corte Celestial, las horas que podrían
perderse en banquetear y en satisfacer la ambición incansable de hacerse amigo
de los poderosos. De esta manera la cruz del mal ladrón, que es pesada y
baldía, puede ser con provecho intercambiada por la Cruz de Cristo, que es
ligera y fecunda.
Leemos en San Agustín cómo un soldado distinguido discutía con uno de sus
compañeros acerca de tomar la cruz. “Díganme, les pido, a qué meta nos han de
conducir todos los trabajos que emprendemos? Qué objeto nos presentamos a
nosotros mismos? Por quién servimos como soldados? Nuestra mayor ambición es
hacernos amigos del Emperador; y no está acaso el camino que nos conduce a su
honor, lleno de peligros, y cuando hemos alcanzado nuestro punto, no estamos
colocados entonces en la posición más peligrosa de todas? Y por cuántos años
tendremos que laborar para asegurar este honor? Pero si deseo volverme amigo de
Dios, me puedo hacer amigo Suyo en este momento”. Así argumentaba que como para
asegurarse la amistad del Emperador tiene que emprender muchas fatigas largas y
estériles, actuaría más sabiamente si emprendiera menores y más leves trabajos
para asegurarse la amistad de Dios. Ambos soldados tomaron su decisión en el
momento; ambos dejaron el ejército en orden a servir en serio a su Creador, y
lo que incrementó su alegría al tomar este primer paso fue que las dos damas
con las cuales estaban a punto de casarse, ofrecieron espontáneamente su
virginidad a Dios.
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