Gratia Plena
Dios te salve, llena de gracia, o completamente agradable a Dios y amada
por El…
Por la gracia habitual habita en nosotros la
Santísima Trinidad como en un templo, en donde es conocida y amada, en donde es
cognoscible así experimentalmente, y
conocida con frecuencia, cuando por una inspiración especial se deja sentir en
nosotros como vida de nuestra vida, "pues
hemos recibido un Espíritu de adopción por el cual decimos: Abba! Padre" (Rom., vra, 15). El
Espíritu Santo nos inspira entonces una
afección filial por Él, y en este sentido "da testimonio a nuestro
espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom., vra, 16).
Si de este modo, la gracia habitual nos hace hijos de
Dios, la gracia actual o transitoria nos hace obrar, ya sea por las virtudes
infusas, ya por los dones, o simultáneamente por unos y otras, como verdaderos
hijos de Dios. Esta vida nueva
no es otra que la vida eterna empezada, pues la gracia habitual y la caridad
deben permanecer eternamente.
De esta gracia, germen de la gloria, se trata en las
palabras dirigidas por el ángel a María: "Dios te salve, llena eres de gracia",
y el ángel debió ver estupefacto que, aunque él poseía la visión beatífica, la
santa virgen a la que acababa de saludar tenía un grado de gracia santificante
y de caridad superior al suyo, el grado conveniente para que se convirtiese, en
aquel mismo instante, en la digna madre de Dios.
María recibió sin duda alguna, del Altísimo, y en
toda su perfección, los dones naturales del alma y del cuerpo. Si aun desde el
punto de vista natural, el alma de Jesús, unida personalmente al Verbo, reúne
en sí todo lo más noble y bello que existe en el alma de los mayores artistas,
poetas, pensadores y de los hombres mejor dotados, el alma de María, y
guardando siempre las proporciones, por su misma naturaleza, por la perfección natural
de su inteligencia, de su voluntad y de su sensibilidad, es una obra maestra
del Creador. Supera con mucho todo lo bueno que hayamos podido comprobar en las
personas mejor dotadas, en su penetración natural y seguridad de juicio, fuerza
de voluntad, equilibrio y armonía de sus facultades superiores e inferiores.
En María, por el
hecho de haber sido preservada del pecado original y de sus desastrosas
consecuencias, la concupiscencia y la inclinación al error, el cuerpo no entorpecía
al alma, sino que le estaba completamente sometido.
Si la Providencia, al formar el cuerpo de un santo,
tiene muy presente el alma que lo ha de vivificar, al formar el cuerpo de María,
tenía en vista el cuerpo y el alma santa del Verbo hecho carne. Como se
complace en recordarlo S. Alberto Magno, dicen los Padres que la Virgen María,
aun desde el punto de vista natural, juntó en sí la gracia de Rebeca, la
hermosura de Raquel y la dulce majestad de Ester; y añaden que esta hermosura
no se reducía sólo a ella, sino que elevaba a Dios a todas las almas.
Cuanto más
perfectos son los dones naturales, indican con más perfección la sublimidad de
la vida invisible de la gracia que los supera inmensamente.
Al hablar de la plenitud de la gracia, hay que notar
finalmente, que existe en tres grados diferentes: en Cristo, en María y en los
santos. Santo Tomás lo explica en diferentes pasajes [Ver en particular Comm.
in Joan., cap. i, lect. x.].
Existe, primero, la plenitud absoluta de gracia que
es propia de Cristo, Salvador de la humanidad. Según el poder ordinario de
Dios, no sería posible crear gracia más elevada y más completa que la suya. Es
la fuente sublime e inagotable de todas las gracias que recibe la humanidad
entera después de la caída, y que irá recibiendo en el transcurso del tiempo;
es también la fuente de la beatitud de los elegidos, pues Jesucristo nos ha merecido
todos los efectos de nuestra predestinación, como lo demuestra muy bien Santo
Tomás (IIP, q. 24, a. 4).
Existe, en segundo
término, la plenitud llamada de superabundancia, privilegio especial de María,
y que se llama así porque es como un río espiritual, que casi desde dos mil
años, se desborda sobre todos los hombres.
Existe, finalmente, la plenitud de suficiencia, común
a todos los santos, y que los hace aptos para realizar los actos meritorios, cada
vez con más perfección y que los llevarán a la eterna salvación.
Estas tres plenitudes subordinadas han sido
comparadas, con mucha propiedad, con una fuente inagotable, con el río que de ella
se deriva, y con los canales alimentados por este río para regar y fertilizar
los campos que atraviesa, es decir, las distintas partes de la Iglesia Universal
en el tiempo y en el espacio.
Este río de gracias proviene de Dios por intermedio
del Salvador, según la hermosa imagen bíblica (Is., XLV, 8): Rorate cceli desuper et nubes pluant justum.
"Esparcid, cielos, vuestro rocío y que las nubes lluevan al justo. Que se
abra la tierra y germine al Salvador." Luego,
este río de gracia sube hacia Dios, océano de paz, en forma de méritos, oraciones y sacrificios.
Para seguir la misma imagen, la plenitud de la fuente
no aumenta; la del río que de ella procede, por el contrario, no cesa de crecer
en la tierra. Y hablando sin metáforas, la plenitud absoluta de gracia no ha
crecido nunca en Cristo Nuestro Señor, pues era perfecta por completo desde el
primer instante de su concepción, como consecuencia de la unión personal con el
Verbo de la cual se derivó, desde este instante, la luz de la gloria y la
visión beatífica, de modo, que como dice el II Concilio de Constantinopla
(Denz., 224), Cristo no se tornó mejor por el progreso de sus actos meritorios:
"Ex profectu operum non melioratus
est."
La plenitud de superabundancia, por el contrario,
propia de María no ha cesado de crecer hasta su muerte. Y por esto los teólogos
consideran de ordinario en ella: 1 la plenitud inicial; 2 la plenitud de la segunda
santificación en el instante de la concepción del Salvador; 3 la plenitud final
(en el momento de su entrada en la gloria), su extensión y superabundancia [Cf.
SANTO TOMÁS, III», q. 27, a. 5, ad 2.].
La definición dogmática:
La definición del dogma de la Inmaculada Concepción
por Pío IX, el 8 de diciembre de 1854, dice así: "Nos
declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que afirma que la beatísima
Virgen Marta, en el primer instante de su concepción, fué preservada, por
singular privilegio de Dios y en virtud de los méritos de Jesucristo, de toda
mancha de pecado original, es doctrina revelada por Dios, y por tanto han de creerla
firme y constantemente todos los fieles (Denzinger, n9 1641).
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Hay que decir, pues, que María no pudo ser preservada
de toda mancha del pecado original, desde el instante de su concepción, más que
habiendo recibido la gracia santificante, es decir, el estado de justicia y
santidad, efecto de la amistad divina, en oposición a la maldición divina, y
que por consiguiente fué sustraída de la esclavitud del dominio del
demonio, de la sujeción a la ley de la concupiscencia, y hasta de los
sufrimientos y de la muerte considerados como pena del pecado de naturaleza
, aunque en
María, como en nuestro Señor, el sufrimiento y la muerte hayan sido
consecuencias de nuestra naturaleza (in carne passibili) y que hayan sido
ofrecidos por nuestra salvación.
Se afirma en esta definición que María fué preservada
del pecado original, en virtud de los méritos de Jesucristo, Salvador del
género humano, como ya lo había declarado en 1661 Alejandro VII (Denz., 1100).
No se puede, pues, admitir, como lo sostenían algunos teólogos en el siglo XIII,
que María es inmaculada en el sentido de que no necesitó la redención, y que su
primera gracia es independiente de los méritos futuros de su Hijo.
Según la bula Ineffabilis Deus, María fué rescatada
por los méritos de su Hijo y del modo más perfecto, por una redención, no sólo
liberadora del pecado original ya contraído, sino por una redención
preservado™. Aun en el orden humano, el que nos preserva de un golpe mortal es
nuestro salvador, más ampliamente y mejor, que el que nos cura sólo de las
heridas causadas por el golpe.
Si María hubiese
contraído el pecado original, la plenitud de gracia hubiese estado restringida,
en el sentido de que no hubiese abarcado toda su vida. La Iglesia, interpretando las palabras de la salutación
angélica a la luz de la Tradición y con la asistencia del Espíritu Santo, vio
en ellas, implícitamente revelado, el privilegio de la Inmaculada Concepción,
no como el efecto en la causa que puede existir sin él, sino como una parte en
el todo y la parte está actualmente, en el todo, anunciada implícitamente al
menos.
Si se objetase que
sólo Cristo es inmaculado, es fácil responder: Sólo Cristo lo es por sí mismo,
y por el doble título de la unión hipostática y de su concepción virginal;
María lo es por los méritos de su Hijo.
Pero ¿por qué el privilegio de la Inmaculada
Concepción no sustrajo a María del dolor y de la muerte, consecuencias del pecado
original?
El dolor y la muerte de María, en verdad, lo mismo
que en Jesucristo, no fueron como en nosotros, consecuencias del pecado
original que no los había ajado ni manchado. Fueron consecuencias de la
naturaleza humana, que de por sí, como la naturaleza del animal, está sujeta a
los dolores y a la muerte corporal. Sólo por privilegio especial estaba exento
de los dolores y de la muerte, Adán, si hubiese conservado la inocencia.
Jesús, para ser nuestro Redentor con su muerte sobre
la cruz, fué virginalmente- concebido en came mortal, in carne passibili, y
aceptó voluntariamente los sufrimientos y la muerte por nuestra salvación.
María, a su ejemplo, aceptó voluntariamente el dolor y la muerte para unirse al
sacrificio de su Hijo para expiar en unión de Él y por nosotros y para
rescatarnos.
Y, cosa
sorprendente y admiración de, las almas contemplativas, el privilegio de la
Inmaculada Concepción y la plenitud de gracia, lejos de sustraer a María al
dolor, aumentaron enormemente en ella la capacidad de sufrir por las
consecuencias del mayor de los males, el pecado. Precisamente porque era
absolutamente pura, porque su corazón estaba abrasado por la caridad divina,
María sufrió excepcionalmente los mayores tormentos, de los que nuestra
ligereza nos libra. Sufrimos por lo que hiere nuestra susceptibilidad, nuestro
amor propio, nuestro orgullo. María sufrió por el pecado, en la misma medida de
su amor para con Dios a quien el pecado ofende, en la medida de su amor por su
Hijo al que crucificó el pecado, en la medida de su amor por nuestras almas, a
las que destruye y mata el pecado. El privilegio de la Inmaculada Concepción, lejos
de sustraer del dolor a María, aumentó tanto sus sufrimientos y la dispuso tan
bien para soportarlos que no desperdició el mínimo y los ofreció con los de su
Hijo por nuestra salvación.
Mientras que los
ángeles no manifiestan su respeto a los hombres, porque son superiores a ellos
como espíritus puros y porque viven sobrenaturalmente en la santa familiaridad
con Dios, el arcángel Gabriel, al saludar a María, aparece lleno de respeto y
de veneración para con ella, pues comprendió que le superaba por la plenitud de
gracia, por la intimidad divina con el Altísimo y por su excelsa pureza. Había
recibido, en efecto, la plenitud de gracia bajo un triple aspecto: para evitar todo pecado, por leve que fuese y practicar eminentemente
todas las virtudes; para que esta plenitud desbordase de su alma a su cuerpo y
concibiese al Hijo de Dios hecho hombre; y para que esta plenitud desbordase
también sobre todos los hombres y para
ayudarnos en la práctica de todas las virtudes.
Además, superaba a los ángeles por su santa
familiaridad con Dios y por esto el arcángel Gabriel le dijo al saludarla: El Señor es contigo, como si le dijese: estás más
íntimamente unida con Dios que yo, pues Él va a ser tu Hijo, mientras que no
soy más que su servidor. De hecho, como Madre de Dios, María tiene una intimidad más
estrecha que los ángeles con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Supera,
en fin, a los ángeles en pureza, aunque sean espíritus puros, pues no era sólo purísima en sí misma, sino que daba ya la
pureza a los demás.
No sólo estaba exenta de pecado original y de toda falta mortal o venial, sino también de
la maldición debida por el pecado: "Con
dolor darás a l u z. . . y volverás al polvo" (Gen., m, 16, 19).
Concebirá al Hijo de Dios sin perder la virginidad, lo llevará con un santo recogimiento,
lo dará a luz con alegría, será preservada de la corrupción del sepulcro y será
asociada por la Asunción a la Ascensión del Salvador.
Es ya bendita entre
todas las mujeres, porque ella sola, con su Hijo y por Él, quitará la maldición
que pesaba sobre la raza humana y nos traerá la bendición abriéndonos la puerta
del cielo.
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Tomado de: La Madre del Salvador y Nuestra Vida
Interior, de RÉGINALD GARRIGOU-LAGRANGE, O. P.
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