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sábado, 7 de febrero de 2015

El alma en Gracia posee





El alma en Gracia posee el amor y, poseyendo el amor, posee a Dios, es decir, al Padre que la conserva, al Hijo que la instruye y el Espíritu que la ilumina. Posee, por tanto, el Conocimiento, la Ciencia, y la Sabiduría. Posee la Luz.

San Juan 14:20-23
20. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros.
21. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él.»
22. Le dice Judas - no el Iscariote -: «Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?»
23. Jesús le respondió: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él.


Por esto, pensad qué conversaciones más sublimes podría intercambiar con vosotros vuestra alma; serían las mismas que llenaron los silencios de las cárceles, los silencios de las celdas, los silencios de los eremitorios y de las habitaciones de los enfermos santos; las mismas que confortaron a los encarcelados en la espera de su martirio, a los enclaustrados que habían elegido el claustro en pos de la Verdad, a los eremitas que anhelaban conocer anticipadamente a Dios, a los enfermos para que soportaran sus dolores, o mejor dicho, amaran su cruz.

Si supieras preguntar a vuestra alma, ella os diría que el significado verdadero, exacto, vasto cuanto la creación, de la palabra «domine», es éste: «Para que el hombre domine todo: sus tres estratos: el inferior, animal; el intermedio, moral; y el superior, espiritual. Y los tres los oriente los tres hacia un único fin: poseer a Dios». Poseerlo mereciéndolo con este férreo dominio que mantiene sujetas todas las fuerzas del su propio «yo» haciéndolas esclavas de esta única finalidad: merecer poseer a Dios.

Vuestra alma os diría que Dios había prohibido el conocimiento del Bien y del Mal, porque el Bien lo había entregado a sus criaturas gratuitamente, y el Mal no quería que lo conocierais, porque es un fruto dulce al paladar, pero que, una vez que penetra con su jugo en la sangre, produce una fiebre que mata y una sed tan ardiente que, cuanto más se bebe de su jugo traidor, más sed de él se siente.

Objetaréis vosotros: «¿Pues por qué lo ha puesto?» ¿Por qué?  El Mal es una fuerza que ha nacido por sí sola, como nacen ciertos males monstruosos en el más sano de los cuerpos. Lucifer era un ángel, el más hermoso de los ángeles. Espíritu perfecto, inferior únicamente a Dios. Pues bien, con todo, en su ser luminoso nació un vapor de soberbia, y Lucifer no lo dispersó, sino que, por el contrario, lo fomentó y lo condensó dándole vida en su interior. Y de esta incubación nació el Mal. Esto ocurrió antes de que existiese el hombre. Dios arrojó fuera del Paraíso a este maldito Incubador del Mal, a este que ensució el Paraíso. Mas él ha seguido siendo y es el eterno Incubador del Mal y, al no poder seguir ensuciando el Paraíso, ha ensuciado la Tierra.

Ese metafórico árbol (5) demuestra esta verdad. Dios había dicho al Hombre y a la Mujer: «Conoced todas las leyes y misterios de la creación. Pero no pretendáis  usurparme el derecho de ser el Creador del hombre. Para propagar la especie humana bastará el amor mío, que circulará en vosotros y, sin libídine sensual, solo por latido de caridad, dará vida a los nuevos Adanes de la estirpe. Os doy todo; y únicamente me reservo este misterio de la formación del hombre».

Satanás se propuso arrebatar al Hombre esta virginidad intelectual y así, con su lengua viperina, halagó y acarició miembros y ojos de Eva suscitando en ella sensaciones y sutilezas no experimentadas anteriormente porque no estaban intoxicados por la Malicia. Y ella «vio» y, viendo, quiso probar. La carne habíase despertado. ¡Oh, si hubiera llamado a Dios! Decirle: «Padre, me encuentro enferma. La serpiente me ha acariciado y ha penetrado la turbación en mí». El Padre la habría purificado y curado con su aliento, ya que lo mismo que le había infundido la vida, podía infundirle nuevamente la inocencia, quitándole el recuerdo del tóxico serpentino y, aún más, infundiendo en ella repugnancia hacia la Serpiente, como sucede con aquellos que, habiendo estado aquejados de un mal, una vez curados del mismo, les queda repugnancia instintiva hacia él. Pero Eva no acude al Padre. Eva torna a la Serpiente. Aquella sensación le resulta dulce. «Viendo que el fruto del árbol era bueno de comer, hermoso a la vista y de agradable aspecto, lo cogió y comió de él» (6). Y ella «comprendió». Bajó entonces la malicia a roerle las entrañas. Vio con nuevos ojos y oyó con nuevos oídos los instintos y la voz de las bestias; y los deseó con ansia loca.

Fue la primera en pecar. Condujo a su compañero a pecar. Por eso sobre la mujer pesa una mayor condena. Por Eva el hombre llegó a rebelarse contra Dios y por ella conoció la lujuria y la muerte. Por ella perdió el dominio sobre sus tres reinos: el del espíritu, porque permitió que el espíritu desobedeciera a Dios; el de lo moral, porque permitió que las pasiones se adueñasen de él; el de la carne, porque le rebajó a las leyes instintivas de las bestias. «La serpiente me engañó», dijo Eva  «La mujer me presentó el fruto, y comí de él» dijo Adán (7). Y el triple, desenfrenado apetito, desde entonces,  tiene entre sus garras los tres reinos del hombre”.


Maria Valtorta
 

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