Translate (traductor) (Übersetzer) (traducteur) (翻訳者)

miércoles, 4 de febrero de 2015

Bienaventuranzas en la Virgen María [Beatitudes at Virgin Mary]





Las Bienaventuranzas
[Beatitudes]
Bienaventurados —dijo nuestro Señor y Maestro los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Este fue el primero y sólido fundamento de toda la vida evangélica. Y aunque los Apóstoles y con ellos nuestro Padre San Francisco la entendieron altamente, pero sola María santísima fue la que llegó a penetrar y pesar la grandeza de la pobreza de espíritu; y como la entendió, la ejecutó hasta lo último de potencia. No entró en su corazón imagen de riquezas temporales, ni conoció esta inclinación, sino que, amando las cosas como hechuras del Señor, las aborrecía en cuanto eran tropiezo y embarazo del amor divino y usó de ellas parcísimamente y sólo en cuanto la movían o ayudaban a glorificar al Criador. A esta perfectísima y admirable pobreza era como debida la posesión de Reina de todos los cielos y criaturas. Todo esto es verdad; pero todo es poco para lo que entendió, apreció y obró nuestra gran Señora el tesoro de la pobreza de espíritu, que es la primera bienaventuranza.

La segunda: Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra [Mt 5, 4]. En esta doctrina y en su ejecución excedió María santísima con su mansedumbre dulcísima, no sólo a todos los mortales, como San Moisés en su tiempo a todos los que entonces eran [Núm. 12, 3], pero a los mismos ángeles y serafines, porque esta candidísima paloma en carne mortal estuvo más libre en su interior y potencias de turbarse y airarse en ellas, que los espíritus que no tienen sensibilidad como nosotros. Y en este grado inexplicable fue señora de sus potencias y operaciones del cuerpo terreno y también de los corazones de todos los que la trataban, y poseía la tierra de todas maneras, sujetándose a su obediencia apacible.

La tercera: Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados [Mt 5, 5]. Entendió María santísima la excelencia de las lágrimas y su valor, y también la estulticia y peligro de la risa y alegría mundana [Prov. 14, 13], más de lo que ninguna lengua puede explicar; pues cuando todos los hijos de Adán, concebidos en pecado original y después manchados con los actuales, se entregan a la risa y deleites, esta divina Madre, sin tener culpa alguna ni haberla tenido, conoció que la vida mortal era para llorar la ausencia del sumo bien y los pecados que contra él fueron y son cometidos; llorólos dolorosamente por todos, y merecieron estas lágrimas inocentísimas las consolaciones y favores que recibió del Señor. Siempre estuvo su purísimo corazón en prensa a la vista de las ofensas hechas a su amado y Dios eterno, con que destilaba agua que derramaban sus ojos y su pan de día y de noche era llorar [Sal 41, 4] las ingratitudes de los pecadores contra su Criador y Redentor. Ninguna pura criatura ni todas juntas lloraron más que la Reina de los Ángeles, estando en ellas la causa del llanto y lágrimas por la culpa y en María santísima la del gozo y Leticia por la gracia.

En la cuarta bendición, que hace bienaventurados los sedientos y hambrientos de la justicia [Mt 5, 6], alcanzó nuestra divina Señora el misterio de esta hambre y sed y la padeció mayor que el hastío de ella que todos los enemigos de Dios han tenido y tendrán. Porque llegando a lo supremo de la justicia y santidad, siempre estuvo sedienta de hacer más por ella y a esta sed correspondía la plenitud de gracia con que la saciaba el Señor, aplicándole el torrente de sus tesoros y suavidad de la divinidad.

La quinta bienaventuranza de los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia de Dios [Mt 5, 7], tuvo un grado tan excelente y noble que sólo en ella se pudo hallar; por donde se llama Madre de Misericordia, como el Señor se llama Padre de las Misericordias [2 Cor 1, 3]. Y fue que, siendo ella inocentísima, sin culpa alguna de que pedir a Dios misericordia, la tuvo en supremo grado de todo el linaje humano y le remedió con ella. Y porque conoció con altísima ciencia la excelencia de esta virtud, jamás la negó ni negará a nadie que se la pidiere, imitando en esto perfectísimamente al mismo Dios, como también en adelantarse [Sal 58, 11] y salir al encuentro a los pobres y necesitados para ofrecerles el remedio.

La sexta bendición, que toca a los limpios de corazón, para ver a Dios [Mt 5, 8], estuvo en María santísima sin semejante. Porque era electa como el sol [Cant 6, 9], imitando al verdadero Sol de Justicia y al material que nos alumbra y no se mancha de las cosas inferiores e inmundas; y en el corazón y potencias de nuestra Princesa purísima jamás entró especie ni imagen de cosa impura, antes en esto estaba como imposibilitada por la pureza de sus limpísimos pensamientos, a que desde el primer instante pudo corresponder la visión que tuvo en él de la divinidad y después las demás que en esta Historia se refieren, aunque por el estado de viadora fueron de paso y no perpetuas.

La séptima, de los pacíficos que se llamarán hijos de Dios [Mt 5, 9], se le concedió a nuestra Reina con admirable sabiduría, como la había menester para conservar la paz de su corazón y potencias en los sobresaltos y tribulaciones de la vida, pasión y muerte de su Hijo santísimo. Y en todas estas ocasiones y las demás fue un vivo retrato de su pacificación. Nunca se turbó desordenadamente y supo admitir las mayores penas con la suprema paz, quedando en todo perfecta Hija del Padre celestial; y este título de Hija del Padre Eterno se le debía singularmente por esta excelencia.

La octava, que beatifica a los que padecen por la justicia [Mt 5, 10], llegó en María santísima a lo sumo posible; pues quitarle la honra y la vida a su Hijo santísimo y Señor del mundo, por predicar la justicia y enseñarla a los hombres, y con las condiciones que tuvo esta injuria, sola María y el mismo Dios la padecieron con alguna igualdad, pues era ella verdadera Madre, como el Señor era Padre de su Unigénito. Y sola esta Señora imitó a Su Majestad en sufrir esta persecución y conoció que hasta allí había de ejecutar la doctrina que su divino Maestro enseñaría en el Evangelio.

A este modo puedo declarar algo de lo que he conocido de la ciencia de nuestra gran Señora en comprender la doctrina del Evangelio y en obrarla. Y lo mismo que he declarado en las Bienaventuranzas podía decir de los demás preceptos y consejos del Evangelio y de sus parábolas; como son el precepto de amar a los enemigos, perdonar las injurias, hacer las obras ocultas o sin gloria vana, huir la hipocresía; y con esta doctrina toda la de los consejos de perfección y las parábolas del tesoro, de la margarita, de las vírgenes, de la semilla, de los talentos y cuantas contienen todos cuatro Evangelistas.

Pág. 226. Mística Ciudad de Dios

No hay comentarios:

Publicar un comentario