Las
Bienaventuranzas
[Beatitudes]
Bienaventurados —dijo nuestro Señor y Maestro— los pobres de espíritu, porque de
ellos es el reino de los cielos. Este fue el primero y sólido fundamento de
toda la vida evangélica. Y aunque los Apóstoles y con ellos nuestro Padre San
Francisco la entendieron altamente, pero sola María santísima fue la que llegó
a penetrar y pesar la grandeza de la pobreza de espíritu; y como la entendió,
la ejecutó hasta lo último de potencia. No entró en su corazón imagen de
riquezas temporales, ni conoció esta inclinación, sino que, amando las cosas
como hechuras del Señor, las aborrecía en cuanto eran tropiezo y embarazo del
amor divino y usó de ellas parcísimamente y sólo en cuanto la movían o ayudaban
a glorificar al Criador. A esta perfectísima y admirable pobreza era como debida
la posesión de Reina de todos los cielos y criaturas. Todo esto es verdad; pero
todo es poco para lo que entendió, apreció y obró nuestra gran Señora el tesoro
de la pobreza de espíritu, que es la primera bienaventuranza.
La segunda: Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra [Mt 5, 4]. En esta
doctrina y en su ejecución excedió María santísima con su mansedumbre dulcísima,
no sólo a todos los mortales, como San Moisés en su tiempo a todos los que
entonces eran [Núm. 12, 3], pero a los mismos ángeles y serafines, porque
esta candidísima paloma en carne mortal estuvo más libre en su interior y potencias
de turbarse y airarse en ellas, que los espíritus que no tienen sensibilidad
como nosotros. Y en este grado inexplicable fue señora de sus potencias y
operaciones del cuerpo terreno y también de los corazones de todos los que la
trataban, y poseía la tierra de todas maneras, sujetándose a su obediencia
apacible.
La tercera: Bienaventurados los que lloran, porque
serán consolados [Mt 5, 5]. Entendió María santísima la excelencia de las
lágrimas y su valor, y también la estulticia y peligro de la risa y alegría
mundana [Prov. 14, 13], más de lo que ninguna lengua puede explicar; pues cuando
todos los hijos de Adán, concebidos en pecado original y después manchados con
los actuales, se entregan a la risa y deleites, esta divina Madre, sin tener
culpa alguna ni haberla tenido, conoció que la vida mortal era para llorar
la ausencia del sumo bien y los pecados que contra él fueron y son cometidos;
llorólos dolorosamente por todos, y merecieron estas lágrimas inocentísimas las
consolaciones y favores que recibió del Señor. Siempre estuvo su purísimo
corazón en prensa a la vista de las ofensas hechas a su amado y Dios eterno,
con que destilaba agua que derramaban sus ojos y su pan de día y de noche era
llorar [Sal 41, 4] las ingratitudes de los pecadores contra su Criador y
Redentor. Ninguna pura criatura ni todas juntas lloraron más que la Reina de
los Ángeles, estando en ellas la causa del llanto y lágrimas por la culpa y en
María santísima la del gozo y Leticia por la gracia.
En la cuarta bendición, que hace bienaventurados los
sedientos y hambrientos de la justicia [Mt 5, 6], alcanzó
nuestra divina Señora el misterio de esta hambre y sed y la padeció mayor que
el hastío de ella que todos los enemigos de Dios han tenido y tendrán. Porque
llegando a lo supremo de la justicia y santidad, siempre estuvo sedienta de
hacer más por ella y a esta sed correspondía la plenitud de gracia con que la
saciaba el Señor, aplicándole el torrente de sus tesoros y suavidad de la
divinidad.
La quinta bienaventuranza de los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia de Dios [Mt
5, 7], tuvo un grado tan excelente y noble que sólo en ella se pudo hallar; por
donde se llama Madre de Misericordia, como el Señor se llama Padre de las
Misericordias [2 Cor 1, 3]. Y fue que, siendo ella inocentísima, sin culpa
alguna de que pedir a Dios misericordia, la tuvo en supremo grado de todo el
linaje humano y le remedió con ella. Y porque conoció con altísima ciencia la
excelencia de esta virtud, jamás la negó ni negará a nadie que se la pidiere,
imitando en esto perfectísimamente al mismo Dios, como también en adelantarse
[Sal 58,
11] y salir al encuentro a los pobres y necesitados para ofrecerles el remedio.
La sexta bendición, que toca a los limpios de corazón, para ver a
Dios [Mt 5, 8], estuvo en
María santísima sin semejante. Porque era electa como el sol [Cant 6, 9], imitando
al verdadero Sol de Justicia y al material que nos alumbra y no se mancha de
las cosas inferiores e inmundas; y en el corazón y potencias de nuestra Princesa
purísima jamás entró especie ni imagen de cosa impura, antes en esto estaba
como imposibilitada por la pureza de sus limpísimos pensamientos, a que desde
el primer instante pudo corresponder la visión que tuvo en él de la divinidad y
después las demás que en esta Historia se refieren, aunque por el estado de
viadora fueron de paso y no perpetuas.
La séptima, de los pacíficos que se llamarán hijos de Dios [Mt 5, 9], se le concedió a nuestra Reina
con admirable sabiduría, como la había menester para conservar la paz de su corazón
y potencias en los sobresaltos y tribulaciones de la vida, pasión y muerte de su
Hijo santísimo. Y en todas estas ocasiones y las demás fue un vivo retrato de
su pacificación. Nunca se turbó desordenadamente y supo admitir las mayores
penas con la suprema paz, quedando en todo perfecta Hija del Padre celestial; y
este título de Hija del Padre Eterno se le debía singularmente por esta
excelencia.
La octava, que beatifica a los que padecen por la justicia [Mt 5, 10], llegó en María santísima a lo sumo posible;
pues quitarle la honra y la vida a su Hijo santísimo y Señor del mundo, por
predicar la justicia y enseñarla a los hombres, y con las condiciones que tuvo
esta injuria, sola María y el mismo Dios la padecieron con alguna igualdad,
pues era ella verdadera Madre, como el Señor era Padre de su Unigénito. Y sola
esta Señora imitó a Su Majestad en sufrir esta persecución y conoció que hasta
allí había de ejecutar la doctrina que su divino Maestro enseñaría en el
Evangelio.
A este modo puedo
declarar algo de lo que he conocido de la ciencia de nuestra gran Señora en comprender
la doctrina del Evangelio y en obrarla. Y lo mismo que he declarado en las Bienaventuranzas
podía decir de los demás preceptos y consejos del Evangelio y de sus parábolas;
como son el precepto de amar a los enemigos, perdonar las injurias, hacer las obras
ocultas o sin gloria vana, huir la hipocresía; y con esta doctrina toda la de
los consejos de perfección y las parábolas del tesoro, de la margarita, de las
vírgenes, de la semilla, de los talentos y cuantas contienen todos cuatro
Evangelistas.
Pág. 226. Mística Ciudad de Dios
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