QUE NUESTRO DESEO DE LA VIDA ETERNA
SE EJERCITE EN LA ORACIÓN
De la
Carta de san Agustín a Proba
¿Por qué en la oración nos preocupamos de tantas cosas
y nos preguntamos cómo hemos de orar, temiendo que nuestras plegarias no
procedan con rectitud, en lugar de limitarnos a decir con el salmo: Una cosa
pido al Señor, eso buscaré: habitar
en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor,
contemplando su templo?
En aquella morada, los días no consisten en el empezar
y en el pasar uno después de otro, ni el comienzo de un día significa el fin
del anterior; todos los días se dan simultáneamente, y ninguno se termina allí
donde ni la vida ni sus días tienen fin.
Para que lográramos esta vida dichosa, la misma Vida
verdadera y dichosa nos enseñó a orar; pero no quiso que lo hiciéramos con
muchas palabras, como si nos escuchara mejor cuanto más locuaces nos
mostráramos, pues, como el mismo Señor dijo, oramos a aquel que conoce nuestras
necesidades aun antes de que se las expongamos.
Puede resultar extraño que nos exhorte a orar aquel
que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, si no
comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros
deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de
desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos
prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra
capacidad de recibir es pequeña e insignificante. Por eso se nos dice: Ensanchaos; no os unzáis al mismo yugo con los infieles.
Cuanto más
fielmente creemos, más firmemente esperamos y más ardientemente deseamos este
don, más
capaces somos de recibirlo; se trata de un don realmente inmenso, tanto, que ni
el ojo vio, pues no se trata de un color; ni el oído oyó, pues no es ningún
sonido; ni vino al pensamiento del hombre, ya que es el pensamiento del hombre
el que debe ir a aquel don para alcanzarlo.
Así, pues, constantemente oramos por
medio de la fe, de la esperanza y de la caridad, con un
deseo ininterrumpido. Pero, además, en determinados días y horas, oramos a Dios
también con palabras, para que, amonestándonos
a nosotros mismos por medio de estos signos externos, vayamos tomando
conciencia de cómo progresamos en nuestro deseo y, de este modo, nos animemos a
proseguir en él. Porque, sin duda alguna, el efecto será tanto mayor, cuanto
más intenso haya sido el afecto que lo hubiera precedido.
Por tanto, aquello que nos dice el Apóstol: Sed
constantes en orar, ¿qué otra cosa puede
significar sino que debemos desear incesantemente la vida dichosa, que es la
vida eterna, la cual nos ha de venir del único que la puede dar?
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