La penitencia: el Cielo la pide y el mundo la odia
28/01/2016
por Roberto de Mattei
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Si hay un concepto
radicalmente extraño a la mentalidad contemporánea es el de la
penitencia. El término y la noción de la penitencia
evocan la idea de un sufrimiento que nos infligimos a nosotros mismos para
expiar culpas propias o ajenas y para unirnos a los méritos de la Pasión
redentora de Nuestro Señor Jesucristo.
El mundo moderno rechaza el concepto de la penitencia porque
está inmerso en el hedonismo y porque profesa el relativismo, que es la negación de todo bien por el cual valga la pena
sacrificarse, salvo
que sea para la búsquedad del placer. Sólo esto puede explicar episodios como
el furibundo ataque mediático en curso contra los Franciscanos de la Inmaculada, cuyos monasterios son
representados como lugares de tortura, y todo porque en ellos se práctica una vida de austeridad y penitencia.
Usar cilicio o marcarse el pecho con el monograma del nombre de
Jesús se considera barbarie, mientras que practicar el
sadomasoquismo o hacerse tatuajes indelebles en el cuerpo se considera hoy en
día un derecho inalienable de la persona. Los enemigos de la Iglesia repiten con toda la fuerza de que
son capaces los medios las acusaciones que han hecho los anticlericales de
todos los tiempos. Lo nuevo es la actitud de las
autoridades eclesiásticas que, en vez de asumir la defensa de las monjas
difamadas, las abandonan, con secreto regocijo, en manos de los verdugos mediáticos. Este regocijo es fruto de
la incompatibilidad entre la regla por la que dichas religiosas se obstinan en
uniformar su vida y las nuevas normas impuestas por el catolicismo adulto.
Como nos recuerdan las figuras de San Juan Bautista y Santa María
Magdalena, el espíritu de penitencia pertenece desde los orígenes a la Iglesia
Católica, pero también hoy en día para muchos hombres de Iglesia toda referencia
a las antiguas prácticas ascéticas es algo intolerable. Y sin embargo, no hay
doctrina más razonable que la que establece la necesidad de la mortificación de
la carne.
Si el cuerpo se
rebela contra el espíritu (Gál 5, 16-25), ¿no es acaso razonable y prudente castigarlo? No hay hombre
que esté libre de pecado, ni siquiera los cristianos adultos. Entonces, el que
expía los propios pecados por medio de la penitencia, ¿no obra acaso según un
principio tan lógico como saludable? La penitencia
mortifica el yo, doblega la naturaleza rebelde, y repara y expía los pecados
propios y ajenos.
Si pensamos en las almas amantes de Dios que aspiran a asemejarse al
Crucificado, la penitencia se convierte en una necesidad del amor.
Son conocidas las páginas de De
Laude flagellorum de San Pedro Damián, el gran reformador del siglo XI,
cuyo monasterio de Fonte Avellana se caracterizaba por una extrema austeridad
de las reglas. «Quisiera sufrir el martirio por Cristo –escribía–; no tengo la ocasión, pero al
menos sometiéndome a los golpes manifiesto la voluntad de mi alma ardiente» (Epistola VI, 27, 416 c.). A lo largo de la historia de
la Iglesia, toda reforma ha surgido de la intención de reparar, por medio de la
austeridad y la penitencia, los males de su tiempo.
En los siglos XVI y XVII, los mínimos de San Francisco de Paula
hacían (y lo hicieron hasta 1975) un voto de vida cuaresmal que les imponía la
abstención perpetua no sólo de carne, sino de huevos, leche y todos sus
derivados; los recoletos comían sobre la tierra, mezclaban cenizas con la
comida y se tendían a la puerta del refectorio para que les pasaran por encima
los pies de los religiosos mientras iban entrando; los hermanos de San Juan de
Dios hablan en sus Constituciones de «comer en el suelo, besar los pies a los
hermanos, llevar pública reprehensión» y decir sus culpas en público.
Reglas similiares tienen los cclérigosregulares de San Pablo,
los escolapios, el Oratorio de san Felipe Neri y los teatinos. Según documenta
Lukas Holste, no hay instituto religioso que no incluya en sus constituciones
la práctica del capítulo de las culpas, la disciplina varias veces a la semana,
los ayunos y la reducción de las horas de sueño y reposo (Codex regularum
monasticarum et canonicarum, (1759) Akademische Druck und Verlaganstalt, Graz
1958).
A estas penitencias impuestas por la regla, los religiosos más
fervientes agregaban otras supererogatorias, que se dejaban a la discreción
personal. Por ejemplo, San Alberto de Jerusalén, en la regla que escribió para
los carmelitas y que confirmó Honorio III en 1226, después de haber descrito el
género de vida de la orden y las correspondientes penitencias, concluye así: «Si alguno quisiere sacrificarse
en mayor medida, el propio Señor se lo recompensará a su venida.»
Benedicto XIV, que era un papa moderado y equilibrado, confió
los preparativos del Jubileo de 1750 a dos grandes penitentes: San Leonardo de
Puerto Mauricio y san Pablo de la Cruz. Fray Diego de Florencia dejó un diario
de la misión realizada en la plaza Navona de Roma entre el 13 y el 25 de julio
de 1759 por San Leonardo de Puerto Mauricio, que, con una pesada cadena al
cuello y la cabeza ceñida por una corona de espinas se flagelaba ante la
multitud, exclamando: «O penitencia o infierno» (San Leonardo da Porto Maurizio, Opere complete. Diario di
Fra Diego, Venezia 1868, vol. V, p. 249).
San Pablo de la Cruz concluía sus predicaciones inflingiéndose
unos golpes tan violentos que era frecuente que alguno de los fieles presentes,
no pudiendo resistir el espectáculo, subiera al tablado a riesgo de recibir
alguno de los golpes, a fin de sujetarle el brazo
(I processi di beatificazione di canonizzazione di san Paolo della Croce,
Postulazione generale dei PP. Passionisti, I, Roma 1969, p. 493).
La penitencia se ha practicado de forma ininterrumpida a lo
largo de dos mil años por parte de santos (canonizados o no) que han
contribuido con su vida a escribir la historia de la Iglesia, desde Santa Juana
de Chantal y Santa Verónica Juliana, que se marcaron en el pecho el monograma
de Cristo con un hierro candente, a Santa Teresita del Niño Jesús, que escribió
el Credo con su sangre al final del librito de los Santos Evangelios que
llevaba siempre sobre el corazón.
Esta generosidad no es característica exclusiva de las monjas
contemplativas. En el siglo XX, dos santos diplomáticos iluminaron la Curia
Romana: el cardenal Rafael Merry del Val
(1865-1930), secretario de estado de San Pío X y el siervo de Dios monseñor
Giuseppe Canovai (1904-1942), nuncio de la Santa Sede en Argentina y Chile.
El primero llevaba bajo la púrpura cardenalicia un cilicio de
crin entretejido con pequeños ganchos de hierro. Sobre el segundo, autor de una
oración escrita con su sangre, escribió el cardenal Siri: «Las cadenillas, los
cilicios, los terribles flagelos con hojas de afeitar, las heridas, y las
cicatrizaciones resultantes no son el principio, sino la culminación de un
fuego interior; no son la causa, sino el elocuente y revelador estallido de
dicho fuego. Era la claridad por la cual, en sí y en todo, encontraba un valor
para amar a Dios y que manifestaba y garantizaba con un cruento sacrificio la
sinceridad de toda otra renuncia interior» (Commemorazione
per la Positio di beatificazione del 23 marzo 1951).
En los años cincuenta del siglo XX empezaron a declinar las prácticas
ascéticas y espirituales de la Iglesia. El padre Juan Bautista Janssens,
general de la Compañía de Jesús (1946-1964), intervino en más de una ocasión
para hacer volver a sus correligionarios al espíritu de San Ignacio. En 1952
envió una carta sobre la mortificación continua, en la que se oponía a las
posturas de la nouvelle théologie, que tendían a excluir la penitencia
reparadora y la impetratoria, y escribía que los ayunos, flagelaciones,
cilicios y otras austeridades debían
seguir escondidas a los hombres según la norma dictada por Cristo (Mt 6, 16-8),
pero no obstante debían seguir enseñándose e inculcándose a los jóvenes
jesuitas hasta el tercer año de probación (Dizionario
degli Istituti di Perfezione, vol. VII, col. 472). La penitencia puede adoptar maneras diversas con el paso de los
siglos; lo que no puede cambiar es su espíritu, siempre contrario al del mundo.
Previendo la apostasía espiritual del siglo XX, la Virgen en persona, reclamó en Fátima la necesidad de la
penitencia.
La penitencia no es
otra cosa que el rechazo de las falsas palabras del mundo, la lucha contra las
potencias de las tinieblas, que se disputan con las angélicas el dominio de las
almas, y la mortificación constante de la sensualidad y el orgullo radicados en
lo más profundo de nuestro ser.
Solo aceptando este
combate contra el mundo, el demonio y la carne (Efe. 6, 10-12), podremos
comprender el significado de la visión cuyo centésimo aniversario
conmemoraremos dentro de un año.
Los pastorcillos de Fátima vieron «al
lado izquierdo de Nuestra Señora y un poco más elevado un ángel con una espada
de fuego en la mano derecha. La espada resplandecía y de ella salían llamas que
parecía que fueran a incendiar el mundo, pero se apagaban con el contacto del
resplandor que salía en dirección a él de la mano de Nuestra Señora. El ángel
señalaba a la Tierra con la mano derecha, y con fuerte voz exclamaba:
«¡Penitencia, penitencia, penitencia!».
Roberto de Mattei
[Traducido por J.E.F]
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