Hemos visto su estrella en el Oriente
06/01/2016
por Padre Ángel David
Martín Rubio
1. El primer llamamiento que hizo el Señor fue a los judíos en la
persona de los pastores; el segundo a los gentiles, en la persona de los Magos. «Dios
quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la
verdad» (1 Tim
2, 4). Aquí se nos
revela el fondo del corazón de Dios. Su voluntad salvífica era ya conocida en
el Antiguo Testamento (Cfr. Ez. 18, 23; 33, 11 y notas en la ed. Straubinger).
Cristo al
confirmarla, nos descubrió que esa salvación nos llega, como aquí dice S.
Pablo, mediante el conocimiento de la verdad contenida en la Palabra del Padre
que nos fue traída por el Hijo.
¡Qué dicha ser iluminado por Dios, recibir el beneficio de la fe!
Por el Bautismo fuimos liberados del pecado, hechos hijos de Dios, templo del
Espíritu en Santo y herederos del Cielo.
Y todo ello sin mérito
alguno por nuestra parte. Dice Santo Tomás que «Dios no hace misericordia sino por causa
de su amor, en cuanto nos ama como algo propio suyo»; y en otra parte
añade, con profunda verdad, que «nada es más adecuado para mover
al amor, que la conciencia que se tiene de ser amado». Si creyéramos verdaderamente que Dios es bueno, y que esa bondad
procede del amor que nos tiene, es evidente que lo amaríamos nosotros y la
santidad llenaría el mundo.
2. El rey recién nacido
es a los ojos de los magos un rey universal, tal como lo daban a conocer los
divinos oráculos de la Biblia que se habían ido esparciendo por el mundo de
entonces. Como observa Fillion, se trata del «rey ideal, desde tiempo atrás
anunciado y prometido por Dios, que había de salvar a su pueblo y a toda la
humanidad».
Los dones de los magos
son muy significativos:
"Los Magos ofrecen oro, incienso y
mirra; el oro conviene al rey, el incienso se ponía en los sacrificios
ofrecidos a Dios; con la mirra eran
embalsamados los cuerpos de los difuntos. Por consiguiente, con sus ofrendas
místicas predican los Magos al que
adoran: con el oro, como rey; con el incienso, como Dios, y con la mirra, como hombre mortal. (San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, Rialp Madrid 1957, 115-23)
Estamos, pues, ante una
pública confesión de la divinidad de Jesucristo y de su realeza que habían sido
anunciadas por el ángel a María en la Anunciación. Los Magos aparecen
iluminados por la gracia divina a la que corresponden con la fe y se ven
transformados. Podemos preguntarnos: ¿Sucede lo mismo en nosotros?
No basta haber recibido
la gracia de la fe y del bautismo… es preciso vivir según las enseñanzas de la
fe y las máximas de Jesucristo. Las obras son la garantía, la justificación y
el testimonio de la fe. El apóstol Santiago habla de la fe práctica, animada
por la caridad, en oposición a la fe muerta que no produce obras (St 2, 18-20)
y cómo el que dice que tiene fe, pero no obra según la fe muestra que se engaña
o es un impostor.
«Reconozcamos en los
magos adoradores las primicias de nuestra vocación de nuestra fe, y celebremos
con corazones dilatados por la alegría los comienzos de esta dichosa esperanza»
(San León Magno). Demos nosotros gracias a Dios por la vocación a la fe que
hemos recibido y demostremos ese agradecimiento con una vida verdaderamente
santa y digna de nuestra vocación cristiana.
“Oh Dios, que en este día revelaste
tu Unigénito a los gentiles por medio de una estrella: concede propicio, que
los que ya te conocemos por la fe, seamos conducidos hasta contemplar tu
hermosura y tu grandeza. Por el mismo Jesucristo nuestro Señor (Misal Romano,
ed. 1962, 6-enero: Oración colecta).
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