Los cinco cuchillos
Tomado de: El Libro de La Vida de Santa Ángela de
Foligno
Jesús, el Dios-Hombre, fue acuchillado por cinco clases de
cuchillos.
La primera clase de cuchillos fue la despiadada crueldad de los
corazones endurecidos contra El.
Su obstinación era tan
continua y violenta que sólo estaban ansiosos de cómo pudieran exterminarlo de
la tierra de la manera más cruel e ignominiosa.
La segunda clase fue la de las lenguas de los hombres que
vomitaban contra El perversas injurias. Sus corazones llenos de odio no se
aplacaban jamás. Por esto decían contra El palabras venenosas y malignas, que
rebosaban de sus corazones.
La tercera clase fue la de las iras desmedidas sin ninguna
moderación. Sus corazones empedernidos mataban continuamente a Cristo, sus
lenguas lo mordían mortalmente, así desahogaban sus iras feroces contra El.
Cuántos eran los pensamientos contra Cristo, otros tantos cuchillos se clavaban
continuamente en su alma. Cuantas eran las injurias y cuántos eran los furores
despiadados contra El, otros tantos puñales atravesaron su alma constantemente.
La cuarta clase de cuchillos fue la obra que llevaron a cabo
las malditas maquinaciones, porque se ensañaron en El a su capricho.
La quinta clase fueron esos
horrendos clavos que lo clavaron en la cruz. Escogieron clavos gruesos, bastos,
ásperos y cuadrados, para que de tal forma los clavos resultaran una tortura
inmensa y su malicia quedara saciada. De esa manera Jesús, el Dios-Hombre, nos
manifestó algo de su excesivo y del todo indescriptible dolor y nos enseñó que
también nosotros debemos compartir su dolor desde lo íntimo del corazón.
Comentario del blog:
Tan indigno y merece condenación eterna en el fuego del
infierno es recibir el Cuerpo de Cristo sin la debida preparación, así como tormentoso
e indigno es tener una fe muerta, aunque asistamos a misa dominicalmente o
seamos disque servidores o diáconos laicos, es peor porque entonces somos
anatemas y apostatas de la fe.
El
instante ya se termino, y en cualquier momento, como ladrón en la noche llegara
la oscuridad, tendremos que entregar cuentas y le diremos que hicimos con los
dones recibidos, los talentos que nos entrego para que los multiplicásemos y no
recibiendo uno devolver uno sino recibiendo uno devolverle cien con los
réditos; no le devolvamos la caridad que
no prodigamos y lo tercos que hemos sido al no buscar el sencillo y fácil remedio
del sacramento de la confesión y penitencia.
Mansedumbre y
Humildad
Considerad, hijos míos
benditos, y meditad el ejemplo de vida del Dios-Hombre llagado, y de Él sacad
el modelo de toda perfección.
Mirad la vida de Jesús,
aprended su doctrina, y con todo el amor de vuestra alma corred en pos de Él,
para que podáis llegar felizmente, bajo su guía a la cruz. Fue el mismo Jesús
el que se ofreció a nosotros como ejemplo y el que con el cariño de su alma nos
exhorta a mirarle, diciendo: "Aprended de mí, que
soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas"
(Mt. 11, 29).
Hijos míos, considerad
y ved, y con profunda atención meditad el abismo de esta doctrina, la
sublimidad de esta enseñanza, y dónde tiene su fundamento y sus raíces.
Jesús no dijo:
"Aprended de mí a ayunar", si bien, para darnos ejemplo, ayunó
cuarenta días y cuarenta noches. No dijo:
"Aprended de mí a
despreciar las cosas mundanas y a vivir en pobreza", si bien El vivió en
la pobreza más grande y quiso que sus discípulos vivieran en pobreza. No dijo:
"Aprended de mí a hacer milagros", si bien El por propia virtud obró
muchos milagros y mandó a sus discípulos que obraran milagros en su nombre. Dijo solamente: "Aprended de
mí que soy manso y humilde de corazón".
Con toda razón, Jesús
puso esta humildad del corazón y esta mansedumbre del cuerpo como fundamento y
raíz solidísima de todas las virtudes. Para nada valen ni la
abstinencia, ni la aspereza del ayuno, ni la pobreza exterior, ni la abyección
del vestido, ni el hacer obras aparentemente virtuosas, ni el realizar
milagros, sin la humildad del corazón. Pero entonces será bendita la
abstinencia, será bendita la aspereza del ayuno, será bendita la pobreza del
vestido, serán benditas y vivas todas las obras, cuando se asienten sobre este
fundamento.
La humildad del corazón
es la matriz en la cual son engendradas y de la que proceden todas las demás
virtudes y las operaciones de las mismas virtudes, como el tronco y las ramas
brotan de la raíz.
La virtud de la humildad es tan preciosa, y es tan inconmovible su
fundamento sobre el cual se alza toda la perfección de la vida espiritual, que
el Señor quiso que debiéramos aprenderla principalmente de Él.
La humildad del corazón es raíz y custodia de todas las
demás virtudes. Por eso María, casi olvidada de todas las demás virtudes
existentes en su alma y en su cuerpo, de esta sola se felicitó consigo misma y
afirmó que Dios se había encarnado en ella sobre todo por esa virtud, al decir:
"Dios miró la pequeñez de su esclava" (Le. 1, 48).
La humildad del
corazón, que el Dios-Hombre quiso que aprendiéramos de Él, es como una luz
vivificante y clara, por medio de la cual la inteligencia del alma se abre para
conocer la propia nada y bajeza, y a la vez la inmensidad de la bondad de Dios.
Y cuanto
más un alma conozca la grandeza de esa bondad, tanto más avanzará en el
conocimiento de sí misma. Y cuanto más conozca y descubra su
nada, tanto más se elevará en el conocimiento y en la alabanza de la inefable
bondad de Dios, que ella comprende tan nítidamente a través de la humildad. De
ahí comienzan a nacer las virtudes.
La primera de todas las
virtudes, que es el amor de Dios y del prójimo, tiene su origen en esta luz.
El alma, descubriendo
su nada y viendo que Dios se humilló y se rebajó por una nada tan indigna, y
hasta se encarnó en su nada, se inflama en amor, e inflamada en tal amor se
transforma en Dios.
Así transformada en
Dios, ¿puede haber criatura que esta alma no ame con todas sus fuerzas? Sin duda, por el amor hacia el Creador, en el cual se
transformó, ella ama a toda criatura como
conviene, porque en toda criatura ve, comprende y conoce a Dios. De ahí viene que se alegra y goza en los bienes del
prójimo, y se aflige y se entristece en sus males. ¿Cuál es la razón? Porque se
hizo comprensiva. Y así viendo los males físicos y espirituales del prójimo, no
se atreve a juzgarlo ni a despreciarlo, ni se vanagloria de sus propios bienes
espirituales.
Iluminada por esta luz,
el alma sabe verse de manera perfecta, y descubriéndose, se da cuenta y conoce
que ella también cayó en los males semejantes a los del prójimo; y si no cayó,
intuye y comprende que con sus solas fuerzas no habría sido capaz de resistir.
Sólo lo ha podido con la ayuda de la gracia que la tomó de la mano y la
fortaleció contra el mal.
Por eso al juzgar no se
ensalza, sino que se humilla más, porque en el defecto del prójimo vuelve en sí
y nota con toda claridad los males y los defectos en los que cayó o habría
podido caer, si no hubiera sido sostenida por Dios.
Y los males físicos que
descubre en el prójimo, por el sentimiento de amor que la transforma, los
considera como suyos y los compadece, así como dice el apóstol: "¿Quién está enfermo sin
que yo también esté enfermo?" (2 Cor. 11, 29).
Así como la virtud de la caridad tiene su origen y su raíz
en la humildad, así podría decirse de la fe, de la esperanza y de toda virtud
que, según sus propiedades, tienen su origen y su nacimiento en el fundamento
de la humildad.
Examen apremiante
Pero ¿dónde
hallar esta humildad y la conciencia de nuestra miseria? ¿Dónde hallar esta luz, este abismo
y este corte neto de la lengua? Todas estas cosas se
hallan en la oración fervorosa, pura y constante. En esa oración el alma,
principal y especialmente, aprende a mirar y a leer el libro de la vida: la vida y la muerte del Dios-Hombre crucificado.
Al
contemplar la cruz, el alma llega al perfecto conocimiento de sus pecados, y en
ellos se humilla. Y en esa cruz, mientras por un lado
ve el gran número de sus pecados y como con cada uno de los miembros ha
ofendido a Dios, por el otro descubre también el indecible amor y la entrañable
misericordia de Dios-hacia ella. Ve cómo el Dios-Hombre por los pecados de cada
miembro padeció en cada miembro de su cuerpo bendito los castigos más crueles.
En esa mirada a la cruz el alma considera cómo ha ofendido a Dios
con la cabeza, o sea lavándose, peinándose,
perfumándose, para agradar a los hombres en contra de Dios, y luego comprende
que el Dios-Hombre por tal género de pecados hizo expiación en su cabeza, y
soportó un castigo muy grave.
En lugar del lavado,
del peinado y de los perfumes, de los que el alma abusó la santa cabeza de
Jesús fue depilada, pinchada por las espinas, horadada, toda ensangrentada con
la preciosa sangre y hasta golpeada con la caña.
Ve también el alma cómo ha
ofendido a Dios con todo el rostro, y especialmente con los ojos, con los
oídos, con el olfato, con la boca y con la lengua; y considera cómo Jesús fue ultrajado en el rostro en
expiación de esos pecados. Por los cuidados del rostro, con los cuales el alma
sabe que ofendió a Dios, ve a Jesús castigado con bofetones y ensuciado con
esputos.
Por haber mirado
deshonestamente, deteniéndose en cosa vanas y nocivas, y por haberse complacido en esas miradas contra Dios,
ahora descubre que por tal género de pecados Jesús tuvo los ojos vendados y
bañados de sangre que brotaba de la cabeza a través de los agujeros de las
espinas, y también bañados por las lágrimas que Jesús derramó en la cruz.
Y por haber ofendido a Dios
con los oídos escuchando cosas vanas y nocivas, y hallando gusto en tales palabras, ve ahora a Jesús
soportar por esos pecados un atroz castigo. Con sus propios oídos El tuvo que
escuchar esa horrorosa gritería de los que vociferaban contra El:
"¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!" (Jn. 19, 6). Y para redimir a la
humanidad, debió escuchar su condena de labios de un hombre perverso y las
burlas y las blasfemias de los impíos.
El alma descubre que ha
ofendido a Dios con la boca y con la lengua, pronunciando palabras
vanas y llenas de muerte y deleitándose con los refinamientos de los alimentos;
ahora ve a Jesús que tiene la boca sucia por los salivazos, la lengua y el
paladar acibarados por la hiel y el vinagre. Y por haber disfrutado de olores
suaves, ve que ofendió a Dios, y ahora piensa en los apestosos hedores de
salivazos que Jesús debió soportar por nosotros con su olfato. Al fin, el alma
mirando a la cruz, considera como con su cuello ofendió a Dios, agitándolo por
furia y soberbia en contra de Él, y por tal pecado ve a Jesús cruelmente
torturado por las bofetadas.
El alma ve también que ha
ofendido a Dios con abrazos deshonestos y con movimientos de hombros; y ahora ve cómo Jesús también de esto hizo expiación,
apretando la cruz con sus sagrados brazos y llevándola sobre sus hombros con
gran ignominia. Ve cómo ofendió a Dios con el tacto y con el caminar, alargando
sus manos para arrebatar lo ilícito y moviendo sus pies en contra de Él; por
causa de eso ve a Jesús sobre la cruz, extendido y violentado, tironeado de una
parte a otra como cuero de curtir, con las manos y los pies clavados en la
cruz, cruelmente heridos y atravesados por horrendos clavos.
Considera luego cómo ha
ofendido a Dios con su rebuscado y vanidoso atuendo; y por esto ve a Jesús despojado de sus vestiduras y
elevado en la cruz, mientras los soldados sorteaban sus vestidos.
Al fin, el alma ve que
ofendió a Dios con todo su cuerpo, y por esas ofensas ve todo el cuerpo de
Jesús de muchas maneras y horriblemente dilacerado por los latigazos,
traspasado por la lanza y todo bañado en su preciosa sangre.
Y cómo el alma se
complació en su interior por cada uno de los pecados, ve que ahora Jesús en su
alma santísima padece tormentos innumerables, diversos y horrorosos, o sea, los
dolores de su pasión física, por los que su alma fue también inefablemente
crucificada; los dolores por la compasión de su santa Madre; y los dolores por
las afrentas hechas a la divina Majestad; y en fin, los dolores con que tuvo
compasión por nuestra miseria. Todos estos dolores simultáneamente unidos en el
alma bendita de Jesús, la torturaron de manera horrible e indescriptible.
Venid, pues, oh hijos
benditos, y mirad esa cruz, y conmigo llorad a Jesús que sobre ella murió por
nuestros pecados. ¡Fuimos nosotros la causa de tan grande dolor! Los que no
ofendieron a Dios con todo su ser, como lo ofendí yo que soy toda pecado,
lloren y se duelan lo mismo; No fueron ellos los que resistieron
al pecado, sino la gracia de Dios que los protegió; y, pese a esa ayuda, no expresaron su gratitud a Dios. Por
eso también ellos tienen motivos de llorar.
Si hay en fin algunos que
nunca ofendieron mortalmente, a Dios, también ellos se duelan y lloren. En su
estado de integridad y de pureza, no se esforzaron por agradar a Dios como
debieran, ni fueron de ayuda a los demás con el ejemplo como debieran, y así en
algún modo empañaron su pureza. Por eso, todos
debemos llorar, todos debemos dolemos, debemos levantar los ojos del alma hacia
la cruz, sobre la cual el Dios-Hombre, Jesús, realizó tan dura expiación y
soportó tan despiadado castigo por nuestros pecados.
En la contemplación de fa
cruz, a la cual el alma no puede llegar sino a través de una auténtica y
constante oración, como se dijo, se alcanza el pleno conocimiento, el dolor y
la contrición de los pecados, y la luz de la humildad.
En esa contemplación de
la cruz, el alma, viendo sus propias culpas, en conjunto y en detalle, como se
dijo, y viendo cómo Cristo por todos y por cada uno de los pecados padeció
aflicciones, tormentos y la misma pasión, también sufre y se
entristece, y en su pena empieza a castigar y a refrenar cada uno de los
miembros y de tos sentidos con Íos que ofendió a Dios. Y aquí recibe la
circuncisión verdadera y espiritual que Cristo quiso prefigurar en su
circuncisión. Cristo fue circuncidado, principalmente, para darnos el ejemplo
de la circuncisión espiritual que el alma recibe en la contemplación de la
cruz.
También vosotros, oh
hijos queridos, esforzaos por lograr semejante circuncisión de modo que el
que ofendió a Dios con los ojos, mirando cosas
inútiles y nocivas, circuncida sus ojos y castíguelos sustrayéndolos de las
miradas ilícitas y compeliéndolos a llorar todas las noches.
Los que, arrastrados por la
gula, saben haber ofendido a Dios,
circuncidan y castiguen su boca, absteniéndose de los manjares refinados y
conservando la sobriedad del cuerpo y del alma.
Los que ofendieron a Dios
con la lengua y con la boca, hablando con soberbia, sembrando
escándalos y calumniando a los demás, teniendo discursos tontos o quizás
blasfemando, circunciden y castiguen su lengua y boca, confesando sus pecados, dirigiendo al
prójimo palabras de paz y de santa exhortación, dedicándose con constante oración a la alabanza de Dios y, guardando, en
cuanto les es posible, el silencio.
Así, hijos míos,
gobernando todos vuestros miembros, vuestros sentidos y los movimientos del
alma, procurad consagrarlos a Cristo, el Señor.
El recuerdo de haber
ofendido a Dios con vuestros miembros transforme el montón de vuestros pecados
en un montón de méritos.
Para un mejor
aprovechamiento, someted vuestra vida a un examen diario, y al menos una vez
por día recogeos en este examen, y evocad ante los ojos del alma todo vuestro
tiempo pasado. Si de este pasado recordáis algún
bien alabad a Dios; en caso contrario, llorad y gemid.
Esta es la verdadera circuncisión del alma,
prefigurada en la circuncisión del Señor.
***
No hay comentarios:
Publicar un comentario