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sábado, 23 de enero de 2016

The five knives (Los Cinco Cuchillos)


Los cinco cuchillos
Tomado de: El Libro de La Vida de Santa Ángela de Foligno

Jesús, el Dios-Hombre, fue acuchillado por cinco clases de cuchillos.


La primera clase de cuchillos fue la despiadada crueldad de los corazones endurecidos contra El.
Su obstinación era tan continua y violenta que sólo estaban ansiosos de cómo pudieran exterminarlo de la tierra de la manera más cruel e ignominiosa.


La segunda clase fue la de las lenguas de los hombres que vomitaban contra El perversas injurias. Sus corazones llenos de odio no se aplacaban jamás. Por esto decían contra El palabras venenosas y malignas, que rebosaban de sus corazones.

La tercera clase fue la de las iras desmedidas sin ninguna moderación. Sus corazones empedernidos mataban continuamente a Cristo, sus lenguas lo mordían mortalmente, así desahogaban sus iras feroces contra El. Cuántos eran los pensamientos contra Cristo, otros tantos cuchillos se clavaban continuamente en su alma. Cuantas eran las injurias y cuántos eran los furores despiadados contra El, otros tantos puñales atravesaron su alma constantemente.

La cuarta clase de cuchillos fue la obra que llevaron a cabo las malditas maquinaciones, porque se ensañaron en El a su capricho.

La quinta clase fueron esos horrendos clavos que lo clavaron en la cruz. Escogieron clavos gruesos, bastos, ásperos y cuadrados, para que de tal forma los clavos resultaran una tortura inmensa y su malicia quedara saciada. De esa manera Jesús, el Dios-Hombre, nos manifestó algo de su excesivo y del todo indescriptible dolor y nos enseñó que también nosotros debemos compartir su dolor desde lo íntimo del corazón.


   
Comentario del blog:

La Santa Pasión de Nuestro Señor es eterna, aún esta injusta humanidad, esta perversa generación, le seguimos clavando esas cinco puñaladas con nuestra apatía de ver su Santa Pasión como algo histórico y lejano que es bonito e interesante conocerlo a manera de película de Hollywood, pero nuestro orgullo y vanidad no acepta que al ser católicos mediocres sin compromiso de conversión en Espíritu y en Verdad, constantemente le azotamos, le coronamos de espinas, le abofeteamos, le injuriamos, le escupimos su Santo Rostro y le clavamos en la cruz perpetuamente.

Tan indigno y merece condenación eterna en el fuego del infierno es recibir el Cuerpo de Cristo sin la debida preparación, así como tormentoso e indigno es tener una fe muerta, aunque asistamos a misa dominicalmente o seamos disque servidores o diáconos laicos, es peor porque entonces somos anatemas y apostatas de la fe.

El instante ya se termino, y en cualquier momento, como ladrón en la noche llegara la oscuridad, tendremos que entregar cuentas y le diremos que hicimos con los dones recibidos, los talentos que nos entrego para que los multiplicásemos y no recibiendo uno devolver uno sino recibiendo uno devolverle cien con los réditos;  no le devolvamos la caridad que no prodigamos y lo tercos que hemos sido al no buscar el sencillo y fácil remedio del sacramento de la confesión y penitencia.

Mansedumbre y Humildad

Considerad, hijos míos benditos, y meditad el ejemplo de vida del Dios-Hombre llagado, y de Él sacad el modelo de toda perfección.
Mirad la vida de Jesús, aprended su doctrina, y con todo el amor de vuestra alma corred en pos de Él, para que podáis llegar felizmente, bajo su guía a la cruz. Fue el mismo Jesús el que se ofreció a nosotros como ejemplo y el que con el cariño de su alma nos exhorta a mirarle, diciendo: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas" (Mt. 11, 29).

Hijos míos, considerad y ved, y con profunda atención meditad el abismo de esta doctrina, la sublimidad de esta enseñanza, y dónde tiene su fundamento y sus raíces.
Jesús no dijo: "Aprended de mí a ayunar", si bien, para darnos ejemplo, ayunó cuarenta días y cuarenta noches. No dijo:

"Aprended de mí a despreciar las cosas mundanas y a vivir en pobreza", si bien El vivió en la pobreza más grande y quiso que sus discípulos vivieran en pobreza. No dijo: "Aprended de mí a hacer milagros", si bien El por propia virtud obró muchos milagros y mandó a sus discípulos que obraran milagros en su nombre. Dijo solamente: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón".

Con toda razón, Jesús puso esta humildad del corazón y esta mansedumbre del cuerpo como fundamento y raíz solidísima de todas las virtudes. Para nada valen ni la abstinencia, ni la aspereza del ayuno, ni la pobreza exterior, ni la abyección del vestido, ni el hacer obras aparentemente virtuosas, ni el realizar milagros, sin la humildad del corazón. Pero entonces será bendita la abstinencia, será bendita la aspereza del ayuno, será bendita la pobreza del vestido, serán benditas y vivas todas las obras, cuando se asienten sobre este fundamento.

La humildad del corazón es la matriz en la cual son engendradas y de la que proceden todas las demás virtudes y las operaciones de las mismas virtudes, como el tronco y las ramas brotan de la raíz.

La virtud de la humildad es tan preciosa, y es tan inconmovible su fundamento sobre el cual se alza toda la perfección de la vida espiritual, que el Señor quiso que debiéramos aprenderla principalmente de Él.

La humildad del corazón es raíz y custodia de todas las demás virtudes. Por eso María, casi olvidada de todas las demás virtudes existentes en su alma y en su cuerpo, de esta sola se felicitó consigo misma y afirmó que Dios se había encarnado en ella sobre todo por esa virtud, al decir: "Dios miró la pequeñez de su esclava" (Le. 1, 48).

La humildad del corazón, que el Dios-Hombre quiso que aprendiéramos de Él, es como una luz vivificante y clara, por medio de la cual la inteligencia del alma se abre para conocer la propia nada y bajeza, y a la vez la inmensidad de la bondad de Dios. Y cuanto más un alma conozca la grandeza de esa bondad, tanto más avanzará en el conocimiento de sí misma. Y cuanto más conozca y descubra su nada, tanto más se elevará en el conocimiento y en la alabanza de la inefable bondad de Dios, que ella comprende tan nítidamente a través de la humildad. De ahí comienzan a nacer las virtudes.

La primera de todas las virtudes, que es el amor de Dios y del prójimo, tiene su origen en esta luz.

El alma, descubriendo su nada y viendo que Dios se humilló y se rebajó por una nada tan indigna, y hasta se encarnó en su nada, se inflama en amor, e inflamada en tal amor se transforma en Dios.

Así transformada en Dios, ¿puede haber criatura que esta alma no ame con todas sus fuerzas? Sin duda, por el amor hacia el Creador, en el cual se transformó, ella ama a toda criatura como conviene, porque en toda criatura ve, comprende y conoce a Dios. De ahí viene que se alegra y goza en los bienes del prójimo, y se aflige y se entristece en sus males. ¿Cuál es la razón? Porque se hizo comprensiva. Y así viendo los males físicos y espirituales del prójimo, no se atreve a juzgarlo ni a despreciarlo, ni se vanagloria de sus propios bienes espirituales.

Iluminada por esta luz, el alma sabe verse de manera perfecta, y descubriéndose, se da cuenta y conoce que ella también cayó en los males semejantes a los del prójimo; y si no cayó, intuye y comprende que con sus solas fuerzas no habría sido capaz de resistir. Sólo lo ha podido con la ayuda de la gracia que la tomó de la mano y la fortaleció contra el mal.

Por eso al juzgar no se ensalza, sino que se humilla más, porque en el defecto del prójimo vuelve en sí y nota con toda claridad los males y los defectos en los que cayó o habría podido caer, si no hubiera sido sostenida por Dios.

Y los males físicos que descubre en el prójimo, por el sentimiento de amor que la transforma, los considera como suyos y los compadece, así como dice el apóstol: "¿Quién está enfermo sin que yo también esté enfermo?" (2 Cor. 11, 29).

Así como la virtud de la caridad tiene su origen y su raíz en la humildad, así podría decirse de la fe, de la esperanza y de toda virtud que, según sus propiedades, tienen su origen y su nacimiento en el fundamento de la humildad.

Examen apremiante

Pero ¿dónde hallar esta humildad y la conciencia de nuestra miseria? ¿Dónde hallar esta luz, este abismo y este corte neto de la lengua? Todas estas cosas se hallan en la oración fervorosa, pura y constante. En esa oración el alma, principal y especialmente, aprende a mirar y a leer el libro de la vida: la vida y la muerte del Dios-Hombre crucificado.

Al contemplar la cruz, el alma llega al perfecto conocimiento de sus pecados, y en ellos se humilla. Y en esa cruz, mientras por un lado ve el gran número de sus pecados y como con cada uno de los miembros ha ofendido a Dios, por el otro descubre también el indecible amor y la entrañable misericordia de Dios-hacia ella. Ve cómo el Dios-Hombre por los pecados de cada miembro padeció en cada miembro de su cuerpo bendito los castigos más crueles.

En esa mirada a la cruz el alma considera cómo ha ofendido a Dios con la cabeza, o sea lavándose, peinándose, perfumándose, para agradar a los hombres en contra de Dios, y luego comprende que el Dios-Hombre por tal género de pecados hizo expiación en su cabeza, y soportó un castigo muy grave.

En lugar del lavado, del peinado y de los perfumes, de los que el alma abusó la santa cabeza de Jesús fue depilada, pinchada por las espinas, horadada, toda ensangrentada con la preciosa sangre y hasta golpeada con la caña.

Ve también el alma cómo ha ofendido a Dios con todo el rostro, y especialmente con los ojos, con los oídos, con el olfato, con la boca y con la lengua; y considera cómo Jesús fue ultrajado en el rostro en expiación de esos pecados. Por los cuidados del rostro, con los cuales el alma sabe que ofendió a Dios, ve a Jesús castigado con bofetones y ensuciado con esputos.

Por haber mirado deshonestamente, deteniéndose en cosa vanas y nocivas, y por haberse complacido en esas miradas contra Dios, ahora descubre que por tal género de pecados Jesús tuvo los ojos vendados y bañados de sangre que brotaba de la cabeza a través de los agujeros de las espinas, y también bañados por las lágrimas que Jesús derramó en la cruz.

Y por haber ofendido a Dios con los oídos escuchando cosas vanas y nocivas, y hallando gusto en tales palabras, ve ahora a Jesús soportar por esos pecados un atroz castigo. Con sus propios oídos El tuvo que escuchar esa horrorosa gritería de los que vociferaban contra El: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!" (Jn. 19, 6). Y para redimir a la humanidad, debió escuchar su condena de labios de un hombre perverso y las burlas y las blasfemias de los impíos.

El alma descubre que ha ofendido a Dios con la boca y con la lengua, pronunciando palabras vanas y llenas de muerte y deleitándose con los refinamientos de los alimentos; ahora ve a Jesús que tiene la boca sucia por los salivazos, la lengua y el paladar acibarados por la hiel y el vinagre. Y por haber disfrutado de olores suaves, ve que ofendió a Dios, y ahora piensa en los apestosos hedores de salivazos que Jesús debió soportar por nosotros con su olfato. Al fin, el alma mirando a la cruz, considera como con su cuello ofendió a Dios, agitándolo por furia y soberbia en contra de Él, y por tal pecado ve a Jesús cruelmente torturado por las bofetadas.

El alma ve también que ha ofendido a Dios con abrazos deshonestos y con movimientos de hombros; y ahora ve cómo Jesús también de esto hizo expiación, apretando la cruz con sus sagrados brazos y llevándola sobre sus hombros con gran ignominia. Ve cómo ofendió a Dios con el tacto y con el caminar, alargando sus manos para arrebatar lo ilícito y moviendo sus pies en contra de Él; por causa de eso ve a Jesús sobre la cruz, extendido y violentado, tironeado de una parte a otra como cuero de curtir, con las manos y los pies clavados en la cruz, cruelmente heridos y atravesados por horrendos clavos.

Considera luego cómo ha ofendido a Dios con su rebuscado y vanidoso atuendo; y por esto ve a Jesús despojado de sus vestiduras y elevado en la cruz, mientras los soldados sorteaban sus vestidos.

Al fin, el alma ve que ofendió a Dios con todo su cuerpo, y por esas ofensas ve todo el cuerpo de Jesús de muchas maneras y horriblemente dilacerado por los latigazos, traspasado por la lanza y todo bañado en su preciosa sangre.

Y cómo el alma se complació en su interior por cada uno de los pecados, ve que ahora Jesús en su alma santísima padece tormentos innumerables, diversos y horrorosos, o sea, los dolores de su pasión física, por los que su alma fue también inefablemente crucificada; los dolores por la compasión de su santa Madre; y los dolores por las afrentas hechas a la divina Majestad; y en fin, los dolores con que tuvo compasión por nuestra miseria. Todos estos dolores simultáneamente unidos en el alma bendita de Jesús, la torturaron de manera horrible e indescriptible.

Venid, pues, oh hijos benditos, y mirad esa cruz, y conmigo llorad a Jesús que sobre ella murió por nuestros pecados. ¡Fuimos nosotros la causa de tan grande dolor! Los que no ofendieron a Dios con todo su ser, como lo ofendí yo que soy toda pecado, lloren y se duelan lo mismo; No fueron ellos los que resistieron al pecado, sino la gracia de Dios que los protegió; y, pese a esa ayuda, no expresaron su gratitud a Dios. Por eso también ellos tienen motivos de llorar.

Si hay en fin algunos que nunca ofendieron mortalmente, a Dios, también ellos se duelan y lloren. En su estado de integridad y de pureza, no se esforzaron por agradar a Dios como debieran, ni fueron de ayuda a los demás con el ejemplo como debieran, y así en algún modo empañaron su pureza. Por eso, todos debemos llorar, todos debemos dolemos, debemos levantar los ojos del alma hacia la cruz, sobre la cual el Dios-Hombre, Jesús, realizó tan dura expiación y soportó tan despiadado castigo por nuestros pecados.

En la contemplación de fa cruz, a la cual el alma no puede llegar sino a través de una auténtica y constante oración, como se dijo, se alcanza el pleno conocimiento, el dolor y la contrición de los pecados, y la luz de la humildad.

En esa contemplación de la cruz, el alma, viendo sus propias culpas, en conjunto y en detalle, como se dijo, y viendo cómo Cristo por todos y por cada uno de los pecados padeció aflicciones, tormentos y la misma pasión, también sufre y se entristece, y en su pena empieza a castigar y a refrenar cada uno de los miembros y de tos sentidos con Íos que ofendió a Dios. Y aquí recibe la circuncisión verdadera y espiritual que Cristo quiso prefigurar en su circuncisión. Cristo fue circuncidado, principalmente, para darnos el ejemplo de la circuncisión espiritual que el alma recibe en la contemplación de la cruz.

También vosotros, oh hijos queridos, esforzaos por lograr semejante circuncisión de modo que el que ofendió a Dios con los ojos, mirando cosas inútiles y nocivas, circuncida sus ojos y castíguelos sustrayéndolos de las miradas ilícitas y compeliéndolos a llorar todas las noches.

Los que, arrastrados por la gula, saben haber ofendido a Dios, circuncidan y castiguen su boca, absteniéndose de los manjares refinados y conservando la sobriedad del cuerpo y del alma.

Los que ofendieron a Dios con la lengua y con la boca, hablando con soberbia, sembrando escándalos y calumniando a los demás, teniendo discursos tontos o quizás blasfemando, circunciden y castiguen su lengua y boca, confesando sus pecados, dirigiendo al prójimo palabras de paz y de santa exhortación, dedicándose con constante oración a la alabanza de Dios y, guardando, en cuanto les es posible, el silencio.

Así, hijos míos, gobernando todos vuestros miembros, vuestros sentidos y los movimientos del alma, procurad consagrarlos a Cristo, el Señor.

El recuerdo de haber ofendido a Dios con vuestros miembros transforme el montón de vuestros pecados en un montón de méritos.

Para un mejor aprovechamiento, someted vuestra vida a un examen diario, y al menos una vez por día recogeos en este examen, y evocad ante los ojos del alma todo vuestro tiempo pasado. Si de este pasado recordáis algún bien alabad a Dios; en caso contrario, llorad y gemid.

Esta es la verdadera circuncisión del alma, prefigurada en la circuncisión del Señor.

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