LA
MATERNIDAD DIVINA DE MARÍA
De
la Catequesis de Benedicto XVI el 2-I-08
Este Primero de Enero celebramos
la solemne fiesta de María, Madre de Dios.
«Madre de Dios»,
Theotokos, es el título que se atribuyó oficialmente a María en el siglo V,
exactamente en el concilio de Éfeso, del año 431, pero que ya se había
consolidado en la devoción del pueblo cristiano desde el siglo III, en el
contexto de las fuertes disputas de ese período sobre la persona de Cristo. Con
ese título se subrayaba que Cristo es Dios y que realmente nació como hombre de
María. (...)
El título de Madre de Dios, tan profundamente vinculado a las festividades navideñas,
es, por consiguiente, el apelativo fundamental con que la comunidad de los
creyentes honra, podríamos decir, desde siempre a la Virgen santísima. Expresa
muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás
títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del
Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la
salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.
En estos días de fiesta
nos hemos detenido a contemplar en el belén la representación del Nacimiento. En el centro de esta escena
encontramos a la Virgen Madre que ofrece al Niño Jesús a la contemplación de
quienes acuden a adorar al Salvador: los pastores, la
gente pobre de Belén, los Magos llegados de Oriente. Más tarde, en la fiesta de
la «Presentación del Señor», que celebraremos el 2 de febrero, serán el anciano
Simeón y la profetisa Ana quienes recibirán de las manos de la Madre al pequeño
Niño y lo adorarán. La devoción del pueblo cristiano siempre ha considerado el
nacimiento de Jesús y la maternidad divina de María como dos aspectos del mismo
misterio de la encarnación del Verbo divino. Por eso, nunca ha considerado la
Navidad como algo del pasado. Somos «contemporáneos» de los pastores, de los
Magos, de Simeón y Ana, y mientras vamos con ellos nos sentimos llenos de
alegría, porque Dios ha querido ser Dios con nosotros y tiene una madre, que es
nuestra madre.
Del título de «Madre de Dios» derivan luego todos los demás
títulos con los que la Iglesia honra a la Virgen, pero este es el fundamental.
Pensemos en el privilegio de la «Inmaculada Concepción»... Lo mismo vale con
respecto a la «Asunción»... Y todos sabemos que estos privilegios no fueron
concedidos a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que
estuviera más cerca. En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se
encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También
el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes
deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor.
Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de
Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano
II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el
título de «Madre de la Iglesia».
Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen
es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros
del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada
uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus
discípulos al amor de su Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y
sugestivo relato con las palabras: «Y desde aquella hora
el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,27). Así es la traducción
española del texto griego: eis ta ídia; la acogió en su propia
realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las
dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida (eis ta ídia) es el
testamento del Señor. Por tanto, en el momento supremo del cumplimiento de la
misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia
preciosa, a su misma Madre, la Virgen María.
Queridos hermanos y
hermanas, en estos primeros días del año se nos invita a considerar atentamente
la importancia de la presencia de María en la vida de la Iglesia y en nuestra
existencia personal. Encomendémonos
a ella, para que guíe nuestros pasos en este nuevo período
de tiempo que el Señor nos concede vivir, y nos ayude a ser auténticos amigos
de su Hijo, y así también valientes artífices de su reino en el mundo, reino de
luz y de verdad.
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