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martes, 10 de mayo de 2016

No ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a Ti...


EN ORACIÓN CON FRANCISCO DE ASÍS
por Tadeo Matura, OFM

Antífona del Oficio de la Pasión (OfP Ant)

Otro pasaje de los escritos de San Francisco, una antífona que acompaña a los salmos compuestos por él para cantar los diversos misterios de Cristo, combina una mirada contemplativa con una oración de súplica a la María santísima:

Santa Virgen María,
no ha nacido en el mundo entre las mujeres
ninguna semejante a ti,
hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial,
madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo,
esposa del Espíritu Santo;
ruega por nosotros, junto con el arcángel San Miguel
y todas las virtudes del cielo y con todos los santos,
ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro.

Si todas las generaciones la llaman bienaventurada (Lc 1,48), es porque no existe en el mundo entero ninguna mujer parecida a ella, ninguna que la sobrepase o iguale. Entre los hijos de mujer no hay nadie más grande que Juan el Bautista (Mt 11,11), pero ninguna mujer ha alcanzado la dignidad única de María. De ahí el grito de admiración que Francisco justifica situando, una vez más, a la Virgen en el interior del misterio trinitario, pero de una forma más explícita que en el Saludo a la bienaventurada Virgen María.

María es hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial. Siempre aparece esta presencia central del Padre celestial, contemplado en su grandeza real y soberana. Esta grandeza real del Padre pertenece también a María; en tanto que como hija es también la heredera. Sin embargo, su elevación no borra la distancia entre Dios y la criatura; la hija no olvida que siempre es la humilde esclava, sobre la que Dios se ha inclinado.

Su relación con el santísimo Señor Jesucristo queda caracterizada mediante una única palabra de una densidad de contenido único: madre. Ninguna criatura del mundo se encuentra, en referencia a Dios, en una relación parental; sólo una mujer, María, es llamada, con toda verdad, Madre de Dios. Un ser masculino, Jesús, es a la vez Hijo de Dios («de la misma naturaleza que el Padre...») e hijo de María; pero, porque es a un tiempo Dios y hombre, escapa a la pura condición humana. En el orden puramente humano es, pues, una mujer la que ocupa el primer lugar; sólo ella se sitúa ante a Dios en una relación parental. Tal es la profundidad de la maternidad divina contenida en esta simple palabra, madre de Jesús.

En lo que se refiere a la relación con el Espíritu, Francisco recurre a una imagen francamente innovadora: es el primer autor espiritual (¿teólogo?) en la historia que llama explícitamente a María esposa del Espíritu Santo. El tema del esposo y de la esposa para expresar las relaciones de Israel con Dios ha sido utilizado por los profetas de la Antigua Alianza (Oseas, Isaías, Jeremías), y el Cantar de los Cantares le presta toda una orquestación. El mismo Jesús se presenta (Mc 1,19) y es reconocido como esposo de su Iglesia (Ap 19,7). Nunca, ni en la Biblia ni en la Tradición teológica antes de Francisco, se ha llamado al Espíritu esposo. Si Francisco utiliza esta expresión, no por distracción, sino conscientemente, es porque corresponde a alguna experiencia espiritual vivida. Describiendo en su Carta a todos los fieles la cima suprema de la vida cristiana, atribuye al Espíritu la inhabitación trinitaria que en el Evangelio de Juan (14,23) es el acontecimiento del Padre y del Hijo: y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada (2CtaF 48). Y según el mismo escrito es también el Espíritu quien transforma el alma en esposa uniéndola a Jesucristo (2CtaF 51).

De la misma manera, en una breve nota redactada por Francisco para Clara y sus hermanas, aplica exactamente los mismos títulos: os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo (FVCl). La expresión: María esposa del Espíritu Santo, significa, pues, para Francisco, la presencia en ella del Espíritu, que la cubre con su sombra (Lc 1,35) y la establece en una estrecha relación de amor y de dependencia respecto del Padre y del Hijo. Reposando sobre ella, el Espíritu no se la reserva celosamente; por el contrario, la hace entrar en el espacio infinito de la comunión trinitaria. Ahí se encuentra el fundamento de su incomparable dignidad. Dignidad que, según Francisco, se extiende igualmente a todos aquellos y aquellas que como María se entregan al Padre y al Espíritu.

La contemplación gratuita se termina con una súplica: que María, encontrándose sumergida en el misterio, no olvide a los pobres, que somos nosotros, y nos proteja en tantas necesidades. Se presenta ante su santísimo Hijo amado, Señor y Maestro, como la primera de todos los intercesores, precediendo a los ángeles y a su jefe Miguel y a todos los santos, para hablarle en favor nuestro. Aquí se encuentra la piedad simple y confiada de Francisco y también su sentido de la comunión de los santos.

[Cf. T. Matura, En oración con Francisco de Asís, Ed. Franciscana Aránzazu, Oñati 1995, pp. 89-91]


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