EN ORACIÓN CON FRANCISCO DE ASÍS
por Tadeo Matura, OFM
Antífona del Oficio de la Pasión (OfP Ant)
Otro pasaje de los escritos de San
Francisco, una antífona que acompaña a los salmos compuestos por él para cantar
los diversos misterios de Cristo, combina una mirada contemplativa con una
oración de súplica a la María santísima:
Santa Virgen María,
no ha nacido en el mundo entre las mujeres
ninguna semejante a ti,
hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial,
madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo,
esposa del Espíritu Santo;
ruega por nosotros, junto con el arcángel San Miguel
y todas las virtudes del cielo y con todos los santos,
ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro.
Si
todas las generaciones la llaman bienaventurada (Lc 1,48), es porque no existe
en el mundo entero ninguna mujer parecida a ella, ninguna que la sobrepase o
iguale. Entre los hijos de mujer no hay nadie más grande que Juan el Bautista
(Mt 11,11), pero ninguna mujer ha alcanzado la dignidad única de María. De ahí
el grito de admiración que Francisco justifica situando, una vez más, a la
Virgen en el interior del misterio trinitario, pero de una forma más explícita
que en el Saludo a la bienaventurada Virgen María.
María
es hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial. Siempre aparece esta
presencia central del Padre celestial, contemplado en su grandeza real y
soberana. Esta grandeza real del Padre pertenece también a María; en tanto que
como hija es también la heredera. Sin embargo, su elevación no borra la
distancia entre Dios y la criatura; la hija no olvida que siempre es la humilde
esclava, sobre la que Dios se ha inclinado.
Su
relación con el santísimo Señor Jesucristo queda caracterizada mediante una
única palabra de una densidad de contenido único: madre. Ninguna criatura del
mundo se encuentra, en referencia a Dios, en una relación parental; sólo una
mujer, María, es llamada, con toda verdad, Madre de Dios. Un ser masculino,
Jesús, es a la vez Hijo de Dios («de la misma naturaleza que el Padre...») e
hijo de María; pero, porque es a un tiempo Dios y hombre, escapa a la pura
condición humana. En el orden puramente humano es, pues, una mujer la que ocupa
el primer lugar; sólo ella se sitúa ante a Dios en una relación parental. Tal
es la profundidad de la maternidad divina contenida en esta simple palabra,
madre de Jesús.
En lo
que se refiere a la relación con el Espíritu, Francisco recurre a una imagen
francamente innovadora: es el primer autor espiritual (¿teólogo?) en la
historia que llama explícitamente a María esposa del Espíritu Santo. El tema
del esposo y de la esposa para expresar las relaciones de Israel con Dios ha
sido utilizado por los profetas de la Antigua Alianza (Oseas, Isaías,
Jeremías), y el Cantar de los Cantares le presta toda una orquestación. El
mismo Jesús se presenta (Mc 1,19) y es reconocido como esposo de su Iglesia (Ap
19,7). Nunca, ni en la Biblia ni en la Tradición teológica antes de Francisco,
se ha llamado al Espíritu esposo. Si Francisco utiliza esta expresión, no por distracción,
sino conscientemente, es porque corresponde a alguna experiencia espiritual
vivida. Describiendo en su Carta a todos los fieles la cima suprema de la vida
cristiana, atribuye al Espíritu la inhabitación trinitaria que en el Evangelio
de Juan (14,23) es el acontecimiento del Padre y del Hijo: y sobre todos
aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se
posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada (2CtaF 48). Y
según el mismo escrito es también el Espíritu quien transforma el alma en
esposa uniéndola a Jesucristo (2CtaF 51).
De la
misma manera, en una breve nota redactada por Francisco para Clara y sus
hermanas, aplica exactamente los mismos títulos: os habéis hecho hijas y
siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el
Espíritu Santo (FVCl). La expresión: María esposa del Espíritu Santo,
significa, pues, para Francisco, la presencia en ella del Espíritu, que la
cubre con su sombra (Lc 1,35) y la establece en una estrecha relación de amor y
de dependencia respecto del Padre y del Hijo. Reposando sobre ella, el Espíritu
no se la reserva celosamente; por el contrario, la hace entrar en el espacio
infinito de la comunión trinitaria. Ahí se encuentra el fundamento de su
incomparable dignidad. Dignidad que, según Francisco, se extiende igualmente a
todos aquellos y aquellas que como María se entregan al Padre y al Espíritu.
La
contemplación gratuita se termina con una súplica: que María, encontrándose
sumergida en el misterio, no olvide a los pobres, que somos nosotros, y nos
proteja en tantas necesidades. Se presenta ante su santísimo Hijo amado, Señor
y Maestro, como la primera de todos los intercesores, precediendo a los ángeles
y a su jefe Miguel y a todos los santos, para hablarle en favor nuestro. Aquí
se encuentra la piedad simple y confiada de Francisco y también su sentido de
la comunión de los santos.
[Cf. T. Matura, En oración con Francisco de Asís, Ed.
Franciscana Aránzazu, Oñati 1995, pp. 89-91]
No hay comentarios:
Publicar un comentario