La Renovación Carismática al descubierto
El pentecostalismo es
una herejía que ha logrado infiltrarse en la Iglesia con el fin de debilitarla
desde el interior. Va de la mano del modernismo, y también lo refuerza; los dos
movimientos proceden de igual manera y se apoyan recíprocamente en este trabajo
de demolición. Ahora bien, si el
modernismo intenta destruir la Iglesia en cuanto a la doctrina, el
pentecostalismo lo hace en cuanto al culto.
Ambos se disfrazan con piel de oveja; por eso su terminología es muy
similar a la católica. Con palabras
piadosas y su proceder externo pueden engañar incluso a las personas más
cautas, y por ello es preciso escudriñar bajo ese ropaje: para desenmascarar a
los lobos rapaces que se esconden en su interior.
El pentecostalismo es un movimiento subversivo controlado y
cuidadosamente dirigido por los enemigos ocultos de la Iglesia con el fin de
llegar a su ruina total. Promete a sus adeptos la plena experiencia del
Espíritu Santo que tuvieron los Apóstoles el día de Pentecostés, junto con
algunos de los dones externos que recibieron, especialmente los de lenguas,
curaciones y profecía.
A esta extraordinaria experiencia la llaman Bautismo del Espíritu, que dicen transmitir y recibir
con la imposición de las manos, al estilo de otros ritos de nuestra Santa Madre
Iglesia.
Los adjetivos
pentecostal y carismático indican perfectamente el carácter de este movimiento:
pentecostal se refiere a la plenitud del Espíritu Santo recibido en el primer
domingo de Pentecostés, mientras carismático alude a los carismas, o dones
extraordinarios que acompañaron al don del Espíritu Santo en aquel día.
A partir de esta
terminología es que muchas personas se engañan, porque entienden que el
movimiento pretende simplemente ofrecer plegarias especiales e intensificar la
devoción a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad; si estos fines, y los efectos consecuentes, fuesen
verdaderos, sobrepasarían con mucho los producidos por los siete Sacramentos
instituidos por Jesucristo.
Pero esto no es así;
las pretensiones de este movimiento transitan otros caminos, como veremos, por lo que el Movimiento
Carismático y la Iglesia Católica no pueden estar de acuerdo. Como demostraremos
en este trabajo, si
la Iglesia es verdadera, entonces el pentecostalismo es falso, y al revés, si
el pentecostalismo es verdadero, la Iglesia Católica es falsa; pero
como la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana no puede ser falsa,
se sigue que el pentecostalismo es falso y debe rechazarse, no sólo como un movimiento eclesial, sino como una especie
de secta, de pseudorreligión, que
—lamentablemente— está infiltrada en el mismo seno de la Esposa de Cristo.
Es menester examinar el
movimiento desde distintos puntos de vista; al hacerlo, será imposible evitar
repeticiones que, sin embargo, nos ayudarán a tener una idea lo más completa
posible de este movimiento que toca los fundamentos mismos de la piedad
cristiana.
Una construcción sobre
arenas movedizas
Doctrinalmente, el movimiento está construido sobre arenas
movedizas.
En efecto, cualquiera que intentase analizarlo a la luz de la enseñanza
infalible de la Iglesia y de su tradición auténtica, se encontraría frente a
algo inasible.
El movimiento afirma
fundarse en la experiencia personal y encontrarse bajo la inspiración directa
del Espíritu Santo, cosas
ambas que nadie puede controlar, y que los adeptos de esta organización se
ocupan de hacer indemostrables, a partir de considerar esa inspiración y esas
experiencias como incuestionables, por el mismo hecho de afirmarlas,
transmitirlas y difundirlas.
Además, como dicen los carismáticos, un movimiento tan lleno de vida no
puede definirse y contenerse en los límites de fórmulas doctrinales; de ahí se
sigue que el Movimiento Carismático no posee una doctrina sólida, sino sólo
vagas afirmaciones, referencias inconsistentes al Nuevo Testamento, y formulaciones
provisionales. En
suma es una sombra evanescente.
Sus mismos jefes lo
admiten. “Orientaciones
teológicas y pastorales sobre la renovación carismática católica” es uno de los documentos más importantes del movimiento. Fue preparado en Malinas, Bélgica, del 21 al
26 de mayo de 1974 por algunos “expertos” internacionales, bajo la guía del Cardenal León Suenens, que —como nos informa
el documento— “tuvo parte activa en la discusión y
formulación del texto” (Prefacio). También se dice que “el documento
no es exhaustivo y se requieren ulteriores estudios (…) esta afirmación
representa una de las ideas más repetidas (…) el texto se presenta como una
tentativa de respuesta a las principales preguntas que suscita el movimiento
carismático” (Prefacio). En otras palabras, los
autores no saben qué es lo que son: “ciegos guías de ciegos” (Mt. 15,14)
Cuando pasamos al
texto, nos tropezamos con multitud de afirmaciones vagas, medias afirmaciones,
intentos de respuestas y opiniones. A
duras penas se hacen algunas distinciones; sin embargo las distinciones son
justamente la base y la fuente de cualquier argumento teológico; sin ellas es
imposible distinguir lo verdadero de lo falso, o la mera opinión, o una
hipótesis, de la doctrina segura.
Tómese, por ejemplo, el
pasaje de la página 21 titulado: “La experiencia
religiosa pertenece al Testimonio del Nuevo Testamento”, donde se afirma que:
“La experiencia del Espíritu Santo es la contraseña de un cristiano y, en
parte, con ella los primeros cristianos se distinguían de los no cristianos. Se
consideraban representantes, no de una nueva doctrina, sino de una nueva
realidad: el Espíritu Santo. Este Espíritu era un hecho vital, concreto, que no
podían negar sin negar que eran cristianos. El Espíritu les había sido
infundido y lo habían experimentado individual y comunitariamente como una
nueva realidad. La experiencia religiosa, es preciso admitirlo, pertenece al
testimonio del Nuevo Testamento: si se quita esta dimensión de la vida de la
Iglesia, se empobrece la Iglesia”.
Sería difícil juntar en
un párrafo tantas verdades, falsedades y medias verdades. El texto es
escurridizo, suena como algo piadoso y, para el ignorante, también
convincente; pero en realidad es falso.
Es falsa la afirmación
de que “los primeros
cristianos se consideraban representantes no de una nueva doctrina, sino de una
nueva realidad: el Espíritu Santo”. La verdad es que Cristo envió a los Apóstoles a enseñar a todas las
gentes. Ahora bien, enseñar es, ante
todo y sobre todo, aceptar y transmitir una doctrina; la experimentación es
algo muy subjetivo y por lo mismo sujeta a ilusiones o falsas sensaciones.
La “tesis de la experiencia y de la Fe” es la tesis de Lutero, no de Cristo, que vino “a
dar testimonio de la Verdad” (Jn. 18, 37) y que nos ha enseñado una
doctrina bien definida respecto del Padre, de Sí mismo y del Espíritu Santo; de
su Iglesia, de los Sacramentos, etc. Él
exigía que su enseñanza fuera aceptada con fe, “el que creyere y fuere bautizado, se
salvará; pero el que no creyere, se condenará” (Mc. 16, 16).
San Pablo escribió con
duros reproches a los Gálatas (1,8), porque se habían desviado de su primitiva enseñanza y les decía que si él
mismo o un ángel les predicase una doctrina distinta de la que les había
predicado al comienzo, debía ser considerado anatema. Los apóstoles y los primeros cristianos estaban muy interesados en la
doctrina, y muy poco en el sentimiento y en la experiencia.
El resto del párrafo y
todo el capítulo que trata de Fe y Experiencia son una obra maestra de
confusión. Tómese por ejemplo este pasaje: “el Espíritu Santo fue infundido sobre ellos y fue experimentado por ellos
individual y comunitariamente como una nueva realidad”. Esto implicaría,
aunque los autores se cuidan de no comprometerse con una afirmación categórica,
que todos los cristianos de la era apostólica recibieron la efusión del
Espíritu Santo y tuvieron la misma experiencia que los Apóstoles en el día de
Pentecostés, con los mismos fenómenos místicos y milagros. Pero esto es falso: no hay nada en el Nuevo
Testamento, en los escritos de los Padres, o en la enseñanza oficial de la
Iglesia, que nos diga que sucedió así.
El Nuevo Testamento, es
verdad, narra casos particulares en los que el Espíritu Santo descendió de
manera extraordinaria sobre algunos de los nuevos cristianos, pero fueron casos raros y aislados. Incluso en el
primer día cuando fueron bautizadas tres mil personas (Hch. 2, 41-47), los
primeros convertidos de la Iglesia, no hay indicios de que se produjera algún
milagro entre ellos, sino solo la conversión.
Es más; estaban atemorizados porque veían a los Apóstoles realizar
prodigios y milagros; y
si tenían temor es porque esas maravillas eran desacostumbradas y sólo
realizadas por los Apóstoles.
Además las palabras
susodichas confunden
dos cosas distintas: la íntima paz y alegría, que son propias de un
verdadero cristiano (paz y alegría que sobrepasan todo sentido y humana
comprensión y que nadie puede arrebatarle), con la experiencia extraordinaria y
mística, con carismas maravillosos, concedida a los Apóstoles el día de
Pentecostés y a algunas almas privilegiadas a lo largo de los siglos.
Ocasionalmente Dios concede tales dones divinos a los hijos de
los hombres, pero en ningún modo se deben al hombre, ni han sido prometidos a
todo cristiano, ni son necesarios para santificarse.
Antecedentes y orígenes
del pentecostalismo
Hoy día la Iglesia está
siendo criticada tácitamente en muchas de sus auténticas enseñanzas, sobre la
base de lo que la gente cree “nuevas” intuiciones y “nuevas” doctrinas. En realidad no son nuevas, sino simplemente viejos errores
revestidos con nuevas vestiduras, nuevas sólo para aquellos (y son legión) que
han olvidado el conocimiento del pasado. El Antiguo Testamento afirma que “no hay nada nuevo bajo el sol”
(Qo 1,9). Nada; ni siquiera el pentecostalismo.
Sería interesante esbozar el origen, el desarrollo y el
carácter de las herejías que desarrollan estos nuevos movimientos, pero esto nos llevaría demasiado tiempo. Sin embargo, hay una cosa común a todas
ellas: sus fundadores
y seguidores sostienen tener intuiciones especiales bajo la enseñanza e
inspiración del Espíritu Santo.
En el tiempo de San Pablo había hordas de falsos profetas, que
merodeaban afirmando hablar bajo la inspiración o en nombre del Espíritu Santo y perturbaban a las comunidades cristianas de reciente
fundación. Después vinieron los gnósticos y
fueron los primeros herejes oficiales; se relacionaban con
los Apóstoles, y San Juan escribió su Evangelio para poner en guardia a los
cristianos contra sus falsas doctrinas.
Un tipo particular de
pentecostalismo apareció en el siglo II; lo fundó un tal Montano, que afirmaba
hablar bajo la inspiración del Espíritu Santo. Él y sus seguidores sostenían
poseer la plenitud del Espíritu Santo y sus carismas; en particular, afirmaban
poseer, como sus
émulos modernos, el don de curaciones, de profecía y de lenguas. Sus seguidores fueron innumerables, lo mismo que hoy son
innumerables las víctimas del pentecostalismo; y también como hoy, entre sus
víctimas hubo algunas situadas en puestos altos de la Iglesia y con capacidades
intelectuales poco comunes. El mismo Tertuliano, que escribió brillantemente
sobre la Iglesia Católica y la defendió contra sus enemigos, finalmente cayó
víctima del montanismo, se separó del Papa y fundó su propia secta.
Los siglos XII y XIII
conocieron multitudes de activos puritanos que se jactaban de tener una
especial iluminación del Espíritu Santo; como los modernos pentecostales,
viajaban sin parar de un sitio a otro, predicando su propio evangelio. Algunos sobreviven hoy, otros no
han dejado seguidores; podríamos citar los albigenses, los valdenses, los
cátaros, los pobres de Lyón, etc. Todos fundamentaron sus creencias y prácticas
extrañas en su interpretación particular, distorsionada y separada del
Magisterio, de las Sagradas Escrituras, e intentaron menoscabar y en lo posible
destruir a la Iglesia Católica.
Pero fue a Lutero a
quien correspondió arrebatar a la Iglesia naciones enteras. Lutero, un desviado sacerdote
católico, sostenía que él y sus seguidores poseían “la plenitud del Espíritu
Santo”, a la vez que la negaban de los
Obispos, de los Papas e incluso como sostén e iluminación de los Concilios
Ecuménicos. De ahí que el protestantismo, por su misma naturaleza, llegó a ser
la cuna y el terreno de cultivo del moderno pentecostalismo.
El moderno movimiento
carismático o pentecostal, de hecho, nació del Protestantismo en Carolina del
Norte (Estados Unidos); la fecha oficial de nacimiento fue el año 1892; sus
fundadores fueron el Rev. R. G. Spurling y el Rev. W. F. Bryant , pastor
bautista el primero, y pastor metodista el segundo. El movimiento fue bien
recibido por otras comunidades de signo protestante contemporáneas a ellos.
Estos pentecostales
afirmaban poseer la misma plenitud del Espíritu Santo que los Apóstoles
recibieron el día de Pentecostés, junto con algunos carismas también otorgados
a los Apóstoles en esa ocasión, en particular los dones de profecía, curaciones
y lenguas. Como el resto de sus hermanos protestantes, afirmaban que el
Espíritu Santo interviene directamente en la interpretación personal de la
Sagrada Escritura. Rechazaban también todos los dogmas, porque sostenían que el
Espíritu Santo inspira directamente a los fieles lo que es necesario creer para
la salvación; de allí que en el movimiento no hubiera lugar para ningún tipo de
magisterio, porque la piedad cristiana era vivida en forma personal, sin guías
jerarquizados pero de manera entusiástica, incluso con emotividad y exaltación
extremas.
Era esperable que un
movimiento de este género se resolviera en el caos. Esto habría debido abrir
sus ojos y hacerles cambiar de camino, porque el Espíritu Santo no produce el
caos; en cambio, los pentecostales protestantes explicaron el fenómeno diciendo
que la confusión era inevitable en un movimiento vivo y en expansión. Una
mirada a los organismos vivos en torno a nosotros les habría debido enseñar que
la vida sana se desarrolla armoniosamente y produce cosas buenas, mientras la
vida que se desarrolla caóticamente no puede producir más que monstruos y
abortos de la naturaleza.
La Iglesia Católica
juzgó el movimiento por lo que era, y en el segundo Concilio Plenario de
Baltimore (Estados Unidos) los obispos católicos pusieron en guardia a los
fieles para no prestarle ningún tipo de adhesión. Prohibieron a los católicos incluso estar presentes, aun por mera
curiosidad, en los llamados encuentros de oración.
La Iglesia, sin
embargo, no conoció un movimiento así en su interior por siglos, y los católicos se libraron del
contagio hasta 1966 , cuando llegó a la Iglesia por medio de dos laicos, ambos
profesores de Teología en la Universidad de Duquesne en Pittsburg Pennsylvania
(Estados Unidos). Se llamaban Ralph Keifer y Patrick Bourgeois; ellos leyeron, releyeron y discutieron los dos libros
sobre el movimiento pentecostal protestante: “Cruz y la palanca de cambio”, del
pastor Wikerson y “Ellos hablan en lenguas” del periodista J. Sherill.
En su deseo de reencender la llama de la Fe en los estudiantes
universitarios, pensaron erradamente que Dios ponía en sus manos un medio
providencial. En su lucha contra la apatía y la increencia de los
universitarios, tenían necesidad de aquel poder que creían que poseía Wikerson.
Estudiaron o
reestudiaron durante dos meses sucesivos; luego releyeron algunos pasajes de la
Carta de San Pablo a los Corintios (1 Cor, 12) y de los Hechos de los Apóstoles
que sirvieron como base teológica al movimiento, y por fin se dirigieron a un grupo
de oración pentecostal protestante para recibir… El Bautismo del Espíritu.
Y así fue como el 13 de
Enero de 1967, en un encuentro de oración, se impuso las manos a Ralph Keifer y
a Patrick Bourgeois, que recibieron el Bautismo del Espíritu junto con el don
exaltante de “hablar en lenguas”. Su entusiasmo se inflamó; convencieron a los
estudiantes de que probasen la misma experiencia, y en el siguiente encuentro
de oración el mismo Keifer impuso las manos sobre algunos estudiantes, que
súbitamente recibieron el Bautismo del Espíritu con varios “dones
extraordinarios”.
Desde entonces el
movimiento se difundió ampliamente en toda la Iglesia Católica. Ha ganado
seguidores incluso entre Cardenales y Obispos, y naturalmente atrae, como una calamidad irresistible, a
millares de religiosas, deseosas de experimentar lo que creen ser las emociones
del primer Pentecostés.
Pero es necesario subrayar todavía una vez más que no existe un
movimiento carismático “católico”. El movimiento no es católico, sino
protestante. No ha nacido en la Iglesia
Católica, sino que fue importado a ella desde las sectas pentecostales
protestantes, en las cuales nació.
Es protestante hasta la médula: es hijo de la herejía; llamarlo
católico significaría decir que puede haber un auténtico movimiento carismático
católico y un auténtico movimiento carismático protestante, como si el Espíritu
Santo pudiera asumir roles diversos según obre en la Iglesia Católica o entre
las diversas sectas protestantes.
Aunque durante dos mil
años la Iglesia no había conocido ningún Bautismo del Espíritu, y aunque el
movimiento provenga de la herejía, el fenómeno se ha extendido como un
incendio. ¿Cómo ha podido suceder una cosa así?
La respuesta, pensamos,
es ante todo esta: el movimiento carismático promete una conversión inmediata y
una inmediata santidad. Además es permisivo especialmente desde el punto de
vista moral. ¿Quién renunciaría a tan preciosos dones y a tan poco precio?
Para quienes presentan
objeciones, tienen una respuesta pronta y aparentemente convincente: “¿por qué
pones objeciones? ¿Acaso
no ves que muchos sacerdotes, obispos e incluso cardenales y el Papa respaldan
el movimiento? Es claro que no hay ningún mal en
ello”. Es evidente que el engaño diabólico escondido en el movimiento
carismático ofusca a la masa de superficiales que van en busca del éxito
clamoroso y de resultados inmediatos, olvidando que el camino de la santidad
auténtica y del apostolado eficaz y duradero está hecho de abnegación, silencio,
mortificación, humillación, y también de aparentes fracasos: “Si el grano de trigo no cae en
tierra y no muere, no produce fruto” (Jn. 12,24)
Hay que advertir que si
entre los seglares y en algunas religiosas se puede presumir la “buena fe”, no
es así en los eclesiásticos que están en situación de comprender el diabólico
fraude. Algunos de ellos son demoledores de la Iglesia Católica demasiado
conocidos como para no sospechar otra de sus maniobras de destrucción.
El caso del
reconocimiento pontificio está relacionado con la buena disposición que existe
actualmente para reconocer a los movimientos. Pero aclaremos que al momento de
solicitar la aprobación pueden presentarse postulados “para ser aprobados” y
luego en el marco de la actual desobediencia que reina en la Iglesia hacer lo
que quieran hacer.
Esto es fácil de
comprobar al conocer algunos postulados que, como veremos en los próximos
capítulos, son insultantes para con Dios, para con los Santos y para con la
Iglesia. El Papa jamás aprobaría a un movimiento que tuviera entre sus
prácticas “perdonar a Dios” como los carismáticos. Nunca jamás el sucesor de
Pedro ha aprobado ni aprobará estas cosas jamás.
Algunos piensan que el
propio éxito del movimiento habla a su favor; sostener esto sería un grave error;
la historia enseña que todos los movimientos heréticos, particularmente en sus
comienzos, recibieron el respaldo entusiasta de muchísimos cristianos, incluso
en las alturas de la Jerarquía católica.
Aquí es necesario aclarar que criticar al Movimiento Carismático
no es estar contra el Espíritu Santo. ¿Cómo podría ser así?; el Espíritu Santo
es la misma alma de la Iglesia, el propio principio de su vida sobrenatural.
Si fuese posible demostrar que procede del Espíritu Santo, el
Movimiento Carismático tendría derecho a que todos lo apoyáramos; pero si no es
así, entonces estamos obligados a combatirlo hasta su destrucción, porque sólo
dos pueden ser las fuentes de su existencia: Dios o Satanás.
Si viene de Dios, todos
debemos adherirnos a él; si viene de Satanás, todos debemos combatirlo.
Ahora bien; cuando se
lo examina a la luz de la sana Teología, la conclusión inevitable es que el
pentecostalismo y por lo tanto el Movimiento Carismático, aunque se
autoproclame católico no viene del Espíritu Santo (y por tanto viene de
Satanás).
Pretendidos fundamentos
escriturísticos
1) El movimiento busca
su justificación sobre todo en los capítulos 12 a 14 de la primera carta de San
Pablo a los Corintios. Pero la semejanza entre el movimiento carismático –
pentecostal y lo que acaeció en Corinto es sólo superficial; los dos fenómenos
concuerdan únicamente en que ambos pretenden recibir del Espíritu Santo
algunos carismas, como el don de lenguas, de curaciones y de profecía. Difieren
en el resto.
a)
A diferencia del movimiento
carismático – pentecostal, en Corinto no hubo Bautismo del Espíritu, no hubo
imposición de las manos, no hubo tentativas de organizar encuentros de oración
o retiros con el fin de distribuir el Espíritu Santo.
b)
De
las cartas de San Pablo se deduce con evidencia que el fenómeno no estaba
generalizado en la Iglesia apostólica, sino que estuvo limitado a Corinto, y
que enseguida se comprobaron muchos abusos. Por otra parte, no hubo ningún
intento por parte de San Pablo o de otro apóstol o discípulo de difundirlo en
otros lugares, con el fin de acrecer o sostener la piedad de los fieles. Por
fin, los improperios de San Pablo tuvieron el efecto de una ducha fría sobre el
movimiento, que de repente desapareció y no se oyó hablar de él en la Iglesia
hasta 1966. Los pentecostales modernos, por su
parte, no ahorran esfuerzos para difundir el movimiento en todo el mundo.
c)
En Corinto los católicos hablaban
“lenguas extrañas”, al revés de los pentecostales que emiten “sonidos extraños”
[mussitationes].
Eran verdaderas lenguas, si bien desconocidas a los
presentes. Esto es evidente por la “unánime interpretación de los Padres de la
Iglesia” e incluso por los repetidos reproches del mismo San Pablo: “Hay
sin duda muchas y diversas lenguas en el mundo y ninguna carece de significado;
pero si no entiendo el significado de la lengua seré extranjero para el que
habla y el que habla será extranjero para mí” (1 Cor. 14,10).
Además, San Pablo, dice que él mismo posee el don y que lo
posee con más plenitud que ellos (1 Cor. 14,19). Y así era justo que fuese,
porque debía predicar el Evangelio a diversos pueblos. ¿Cómo habría podido
aprender tantas lenguas tan rápidamente? Dios por lo tanto, obró en él el mismo
milagro que había obrado en los otros Apóstoles el día de Pentecostés.
Por el contrario, los
pentecostales – carismáticos emiten sonidos ininteligibles (mussitationes), y
el balbuceo no puede ser lenguaje de la Tercera Persona de la Santísima
Trinidad, que es Espíritu de suprema Sabiduría y Verdad.
d)
Los
pentecostales no tienen en cuenta los consejos de San Pablo, y por lo tanto se
vuelven inhábiles para recibir el Espíritu Santo.
De hecho, San Pablo, si bien no prohíbe a los Corintios
profetizar y hablar en lenguas, repite insistentemente que el don de lenguas es
el menos importante entre los carismas, y que no debe buscarse ansiosamente.
Cuando se presente el caso auténtico de una persona que habla en lenguas, debe
hacerlo con discreción y de manera decorosa, y en cuanto no haya nadie que comprenda
o ningún intérprete presente, debe callarse.
San Pablo pone en
evidencia que el fiel debería ambicionar no estos dones, sino más bien las grandes virtudes
de la Fe, de la Esperanza, y de la Caridad. Concluye diciendo que
“las mujeres deben callar en la asamblea”, porque no les está permitido hablar,
sino que deben estar sujetas, como dice también la ley, porque “es indecoroso
para una mujer hablar en la asamblea” (1 Cor 14, 34-35).
Los pentecostales, sin
embargo, fundándose insistentemente en la Epístola de San Pablo, no tienen en
cuenta los consejos y las normas prescritas en nombre de Dios, volviéndose así
inhábiles para recibir el Espíritu Santo y sus dones. De hecho anhelan el don
de lenguas y lo consideran como la prueba irrefutable de la efusión del
Espíritu Santo. Las mujeres, pues, no sólo hablan en la iglesia, sino que son
las más activas en organizar encuentros de oración carismática, en profetizar,
en ver señales del Espíritu Santo, en obrar curaciones (de su naturaleza y de
su causa se hablará enseguida) y en imponer las manos a todos.
Lejos de escuchar las palabras de San Pablo, los jefes del
movimiento hacen todos los esfuerzos para atraer a las mujeres; ellos intentan
justificar su abierta desobediencia a la palabra de Dios afirmando que la
prohibición de San Pablo de permitir a las mujeres hablar en la Iglesia fue
sugerida a causa de las limitaciones que imponía la cultura en la que vivían.
Hoy la cultura ha cambiado radicalmente, y así, pretenden ellos, el mandato de
San Pablo no es actual; como de costumbre, los pentecostales carismáticos
tergiversan y malinterpretan la Sagrada Escritura para adaptarla a sus propios fines.
La verdad es que en el
mundo pagano, en los tiempos de San Pablo, había muchas mujeres que pretendían
profetizar y hablar en nombre de los dioses. Pero San Pablo no tiene en cuenta
las costumbres y hábitos culturales, sino que apela a la ley de Dios: “como
dice la ley” (ibídem).
¿Cuál puede ser,
entonces el verdadero motivo, aunque oculto e inconfesable, de todos los esfuerzos
para persuadir a las mujeres de que se adhieran al movimiento? Creemos que
sucede porque se percatan de que, por su naturaleza emotiva, las mujeres pueden
ser manejadas más fácilmente que los hombres para “creerse” movidas por el
Espíritu Santo.
2) Los pentecostales se
apoyan también en algunos episodios de los Hechos de los Apóstoles,
especialmente en la efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés.
Buscan traer a la mente
de todo cristiano aquella gran experiencia mística: “¿por qué -dicen- hay que
privar a un cristiano de aquel don incomparable, tan necesario para una vida
cristiana ferviente?”.
La respuesta es la
siguiente:
a)
En el primer Pentecostés, la experiencia
mística y sensible del Espíritu Santo, junto con los carismas de lenguas, de
profecía, de curaciones y semejantes, no fue concedida a todos, sino sólo a los
Apóstoles y, probablemente, a los discípulos presentes en el Cenáculo.
Ciertamente no se concedió a los tres mil convertidos que fueron bautizados en
aquel día; sin embargo, los Apóstoles hablaban en una lengua, mientras que los
oyentes les oían cada uno hablar en su propia lengua. Obviamente los Apóstoles
hablaban arameo con su acento galileo, pero la gente les oía hablar en griego,
en latín, en parto, en elamita, etc.; evidentemente, es del todo distinto a lo
que sucede en los encuentros carismáticos de oración.
b)
Los pentecostales se remiten también al
capítulo 8 de los Hechos de los Apóstoles, donde se lee que en Samaria el
diácono Felipe convirtió y bautizó muchas personas. Cuando los Apóstoles en
Jerusalén oyeron lo que había sucedido en Samaria, mandaron a Pedro y a Juan,
que a su llegada impusieron las manos sobre los nuevos bautizados, quienes
recibieron el Espíritu Santo.
Obviamente se trata del Sacramento
de la Confirmación, cuyo ministro ordinario es el Obispo. Esta es la
interpretación constante de la Iglesia. Felipe, aunque diácono, hacedor de
milagros, gran predicador, y que había administrado el Bautismo, no se atrevió
a imponer las manos a sus nuevos bautizados, porque esto estaba reservado a los
Apóstoles, que eran Obispos.
3) Otro episodio al que
se remiten los carismáticos es la conversión de San Pablo, cuando Ananías le
impuso las manos diciéndole: “Saulo, hermano, me ha enviado el Señor; a quien viste en el
camino, para que recuperes la vista y te llenes del Espíritu Santo”. Inmediatamente sucedió que se desprendieron de los
ojos de Pablo unas como escamas, y comenzó de nuevo a ver (Hech. 9, 17-19).
Los carismáticos
insisten en el episodio para justificar la imposición de las manos practicada
por ellos. Pero nuevamente estamos ante una interpretación evidentemente
errada.
Ananías era
probablemente sacerdote y, de todas maneras, no iba imponiendo las manos a la
gente para dar el Espíritu Santo; tuvo una visión y un mandato especial para
este caso particular : “vete a la calle estrecha y
busca en la casa de Judas a uno que se llama Saulo y que viene de Tarso” (Hech.
9, 11). Esto no tiene nada que ver con las pretensiones de los carismáticos.
4) Además hay otros dos
episodios a los que apelan los pentecostales:
a)
El primero es el episodio referido en el capítulo
19 de los Hechos de los Apóstoles (vv. 1-7), cuando San Pablo encontró en Éfeso
doce discípulos de Juan Bautista. Después de haberles instruido sobre Cristo, los
bautizó en el nombre del Señor Jesús, y después que “les impuso las manos, el Espíritu
Santo descendió sobre ellos y comenzaron a hablar en lenguas y a profetizar”
(Hech. 19, 6). Pero esto es un caso más de administración de la Confirmación por
parte de San Pablo, que era Obispo.
b)
Otro episodio es la conversión a la
Fe de Cornelio y de sus familiares: “mientras Pedro hablaba todavía, el
Espíritu Santo descendió sobre los oyentes. Los fieles judíos que habían
acompañado a Pedro se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo pudiese
infundirse también sobre los paganos, toda vez que les oían hablar en lenguas
extrañas y proclamar la grandeza de Dios” (Hech. 10, 44-46).
Una vez más es preciso rebatir con firmeza que esto
constituya una justificación del movimiento carismático. San Pedro no fue a Cesárea
para imponer y conferir el Espíritu Santo; fue llevado hasta allí a través de
una revelación especial, y el Espíritu Santo descendió mientras les hablaba
para instruir a los oyentes sobre Cristo y sobre su misión. Dios obró un gran milagro, incluso
antes que Cornelio y los suyos fueran bautizados, porque eran los primeros
gentiles en ser acogidos oficialmente en la Iglesia y se necesitaba que le
quedase bien claro a todos los cristianos judíos, tan convencidos de la
idea de que nadie fuera del pueblo elegido podría entrar en el reino mesiánico,
de que a partir de entonces los gentiles serían invitados a participar de los
beneficios de la Redención.
De vuelta a Jerusalén, San Pedro fue ásperamente criticado
por los judíos por lo que había hecho en Cesárea, pero él se defendió de sus
acusadores con estas escuetas palabras: “si, pues, el mismo don otorgó Dios a
ellos que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿yo quién era
para poner vetos a Dios?” (Hech. 11,17).
Fuera de estos textos citados, casi esporádicos, no hay ninguna otra
prueba de que semejante efusión externa del Espíritu Santo haya tenido lugar en
la Iglesia Apostólica, ni siquiera, como ya se ha subrayado, el día de
Pentecostés, cuando después de la predicación de San Pedro tres mil personas
fueron bautizadas.
Además, Cristo jamás prometió tales experiencias místicas y dones
extraordinarios a los cristianos, ni dio disposiciones para transmitirlos por
medio de ritos particulares. Más exactamente, Él instituyó el Sacramento de la
Confirmación, que la Iglesia siempre ha administrado y a través del cual cada
cristiano participa en la efusión del Espíritu Santo.
La Confirmación, sin embargo, no confiere el Espíritu Santo con
signos externos y milagros, tan ajenos al Espíritu de Cristo, sino
silenciosamente y de manera misteriosa, como los otros Sacramentos.
Durante sus dos mil
años de vida, la Iglesia Católica jamás ha conocido el “Bautismo del Espíritu”,
tal como nos lo quieren enseñar los pentecostales carismáticos; sino que ha
enseñado, infaliblemente, desde el Concilio Ecuménico de Florencia (1439) que
la Confirmación es el Pentecostés de todo cristiano; las palabras del Concilio
son: “en la Confirmación el Espíritu Santo se da para fortificar al fiel lo
mismo que fue dado a los Apóstoles el día de Pentecostés” (Denz. 697)
El Bautismo del
Espíritu
Como ya se ha dicho, el
“pentecostalismo” y el “carismatismo” eran desconocidos en la Iglesia, habiendo
nacido en el siglo XIX entre las sectas protestantes. Los dos seglares
católicos Ralph Keifer y Patrick Bourgeois, que lo Introdujeron en la Iglesia
Católica, recibieron el Bautismo del Espíritu de las manos de pentecostales
protestantes; por lo tanto, su acción fue un insulto a la verdadera y única
Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo y en consecuencia, una auténtica apostasía.
Ellos, con su acción,
si no con las palabras, declararon que la Iglesia Católica no estaba capacitada
para darles el Espíritu Santo por medio de los Sacramentos, los sacramentales,
las bendiciones, el Sacrificio de la Misa, la Comunión, los retiros, las
peregrinaciones, etc. Por eso se sintieron constreñidos a buscarlo fuera, entre
los pentecostales protestantes, donde se encontraría fácilmente.
Ahora bien, ¿cómo podía el Espíritu Santo comunicarse a tales
personas? Si fuera así, esto implicaría que la Iglesia Católica no tiene el
derecho a decir que es la única y verdadera Iglesia de Cristo; por
consiguiente, si lo que afirma el Movimiento Carismático es cierto, todo
católico debería abandonar la Iglesia y unirse a los pentecostales
protestantes, que fueron henchidos del Espíritu Santo mucho antes que la
Iglesia Católica supiera algo de ello.
¿Cómo puede un católico
buscar al Espíritu Santo en una Iglesia no católica, sin negar implícitamente
la unicidad de la Iglesia Católica?
Si el considerado
Bautismo del Espíritu fuese verdadero, sería en realidad un “Super sacramento”
, instituido, sin embargo, no por Cristo sino por los hombres. Naturalmente,
los pentecostales “católicos” niegan que sea un sacramento, pero esto se debe a
la confusión e inseguridad que invaden toda su enseñanza doctrinal. Insisten en
la “experiencia” y no están completamente seguros de la “doctrina”. En esto los
pentecostales protestantes son mucho más coherentes: rechazan el Bautismo de
los niños y la Confirmación de los adolescentes, y en su lugar predican un
bautismo de fe para los adultos, que debe ser seguido por el verdadero Bautismo
del Espíritu.
Pero los pentecostales
católicos no se atreven a rechazar estos Sacramentos, porque sería una
palmaria herejía; sin embargo, a duras penas aluden a ellos en sus enseñanzas,
y aquí y allá hacen afirmaciones sorprendentes, ajenas a la Fe. Tómese por
ejemplo lo que dicen Kevin y Dorothy Ranaghan en el libro “Pentecostales
católicos”, que se considera uno de los clásicos del movimiento:
“El Bautismo del Espíritu Santo es
una parte fundamental de nuestra iniciación cristiana. Para los católicos, esta
experiencia es una renovación, que hace nuestra iniciación concreta y
explícita”. Es difícil sondear la profundidad de los errores contenidos en estas
líneas, pero aún así, pueden ser detectados. En primer lugar, en
esta afirmación se supone que el Bautismo del Espíritu tiene un significado
distinto según se sea católico o protestante, y por lo tanto habría un Bautismo
del Espíritu para los protestantes y otro para los católicos.
Además, si “el Bautismo
del Espíritu Santo es una parte fundamental de nuestra iniciación cristiana”,
se sigue de ello que nadie es auténtico cristiano si no lo ha recibido, porque
le faltaría algo fundamental en la vida cristiana. Las conclusiones serían
verdaderamente sorprendentes: San Agustín, Santo Tomás de Aquino, San Francisco
de Asís, Santa Teresa de Avila, San Francisco Javier, Santa Teresa de Lisieux,
San Pío X, todos los papas y los buenos cristianos anteriores a 1966, y
posteriormente todos aquéllos que rehusan recibir el Bautismo del Espíritu o
que simplemente no lo han recibido, no serían auténticos cristianos , ya que estuvieron privados de algo fundamental en la vida
cristiana.
Esto implicaría también que habría una cristiandad dentro de la cristiandad,
una raza elegida dentro del pueblo de Dios. Implicaría incluso que durante dos
mil años la Iglesia Católica habría privado a sus hijos de la plenitud del
Espíritu Santo. Se habría comportado con
ellos como una madrastra indigna, hasta que los pentecostales trajeron la
plenitud del Espíritu Santo al seno de la Iglesia.
¿Quién podría medir las dimensiones
de este necio y subyacente orgullo?
Los pentecostales
católicos niegan que el Bautismo del Espíritu sea un sacramento, pero su
negación la contradicen los hechos. Un sacramento, en realidad, es un signo externo que produce la
gracia. Ahora bien, el llamado “Bautismo
del Espíritu” tendría todos los elementos constitutivos de un sacramento: la
imposición de las manos seria el signo externo; la invocación al Espíritu Santo
sería la forma; la efusión del Espíritu sería el efecto. Pero hay más. Si el “Bautismo del Espíritu” fuese
verdadero, no seria un simple sacramento, sino un “Super sacramento”, muy superior a los otros siete reconocidos por la Iglesia,
porque: a) no
produciría simplemente la gracia, sino una efusión de ella semejante en plenitud
a la producida el día de Pentecostés; b) además no produciría solamente la
gracia en el alma, sino también una milagrosa efusión externa; c) por último,
no produciría solamente la gracia interna y externa, sino que conferiría
también dones milagrosos, como el don de curaciones, de profecía, de lenguas,
etc.
TODO ESTO, NATURALMENTE, ES CONTRARIO A
LA FE.
De pasada se puede
observar que los carismáticos no se muestran muy interesados en los siete dones
del Espíritu Santo, que se dan a todos los cristianos en el Bautismo y en la
Confirmación: los dones de Sabiduría, Entendimiento, Consejo, Fortaleza,
Ciencia, Piedad y Temor de Dios. Es más, incluso en el caso de algunos
sacerdotes como el P. Darío Betancourt, uno de los líderes del movimiento en
América, los dones del Espíritu Santo adquieren características nuevas y
plagadas de mentiras.
Pero los verdaderos
dones del Espíritu Santo, son mucho más deseables que los secundarios, como la
sanación, la profecía, el don de lenguas etc., los cuales no son necesarios ni
para la salvación ni para conseguir un alto grado de santidad, y que incluso
podrían terminar en una terrible trampa, en cuanto podrían conducir al orgullo
espiritual.
Si lo que los pentecostales afirman del Bautismo del Espíritu
fuese verdad, ¿dónde habría que colocar la Confirmación en la vida cristiana?
Los pentecostales católicos o Renovación carismática, evitan la
cuestión, y como no quieren negar abiertamente la Confirmación, la ponen aparte. Ranaghan, en el libro citado “Pentecostales católicos”,
propone la cuestión en estos términos: “Se puede estar más seguro de lo que quiere decir estar bautizado en el
Espíritu Santo, que de lo que quiere decir estar Confirmado”.
¡No saben lo que quiere
decir estar confirmado! Sin embargo la enseñanza inmemorial de la Iglesia es la
infalible declaración del Concilio de Florencia en 1439, a saber: que “la
confirmación es el Pentecostés de todo cristiano”. Incluso —como veremos más adelante— algunos, como el ya
mencionado Padre Darío Betancourt, afirman que aunque se recibe el Espíritu
Santo en la Confirmación y en el resto de los Sacramentos, EL ESPÍRITU SANTO
ESTÁ COMO LIGADO, FRENADO HASTA QUE EL BAUTISMO DEL ESPÍRITU DE LOS
CARISMÁTICOS, LO LIBERA DE NUESTRO INTERIOR Y LO HACE SURGIR.
El dilema es por lo
tanto inevitable: o el Bautismo del o en el Espíritu es verdadero y la
Confirmación es falsa, o por lo menos no necesaria; o la Confirmación es
verdadera y el Bautismo del Espíritu es falso.
No pueden ser verdad
las dos cosas.
Si un laico, hombre o
mujer, o una religiosa, al imponer las manos, pueden impartir el Espíritu Santo
junto con algunos poderes milagrosos, ¿qué necesidad tenemos de los obispos o
de los sacerdotes?
¡NINGUNA! Los pentecostales protestantes no
tienen necesidad de ellos; ¿por qué habríamos de tenerla los católicos?
Cualquiera podría objetar que esto es llevar las cosas demasiado lejos. Además,
los carismáticos dicen: “¿Qué hay de malo en la imposición de las manos? ¿Es
que cada cual no puede imponer las manos e invocar al Espíritu Santo?”.
A la primera objeción
se responde que esto no es llevar las cosas demasiado lejos, sino su lógica
conclusión. Desgraciadamente los pentecostales siguen la “experiencia” y no la
“lógica” , y esto les vuelve sordos a la voz de la razón. A la segunda objeción
se responde que todos son libres para invocar al Espíritu Santo, pero no lo son
para imponer las manos con el fin de introducir a los fieles en el camino al
que quieren llevarles. Imponer las manos denota autoridad: Los Patriarcas del
Antiguo Testamento imponían las manos a sus hijos para bendecirles. Cristo
imponía las manos sobre los Apóstoles para conferirles el Espíritu Santo. Los
Apóstoles a su vez, y después de ellos los Obispos y los Sacerdotes, imponen
las manos para consagrar y confirmar.
Pero ¿qué autoridad tiene un laico para imponer las manos sobre
otro laico, o lo que es peor, sobre un Sacerdote, o sobre un Obispo o un
Cardenal? ¿Quién les
ha dado esa autoridad?
NO CRISTO, que ha establecido el Sacramento de
la Confirmación para conferir el Espíritu Santo; NI LA IGLESIA, que no sabe nada del Bautismo del Espíritu; NI EL MISMO ESPÍRITU SANTO , puesto que no hay pruebas en la Escritura o en la
Tradición de que haya conferido tal autoridad.
Y no se objete que es
un simple gesto que cualquiera puede hacer: no es un simple e inútil gesto. Es
un intento de acción “sacramental” , porque se hace una petición fantástica
(casi se podría decir sacrílega) para que, por medio de ese gesto, se produzca
una efusión extraordinaria del Espíritu Santo, con experiencia mística y
carismas muy superiores a los que pueden producir los Sacramentos del Bautismo,
de la Confirmación, del Orden, y verdaderamente de cualquier otro Sacramento.
Los carismáticos dicen
que la efusión milagrosa del Espíritu Santo se debe a la fe: ¿es que no ha
dicho Cristo que dondequiera que se reúnan dos o tres en su nombre, Él estaría
en medio de ellos? ¿No ha afirmado también que cualquiera que tuviese fe como
un grano de mostaza, sería capaz de obrar grandes milagros? ¿Por qué
maravillarse entonces, si los carismáticos obran cosas extraordinarias? La
afirmación suena bien cuando no se examina de cerca. Pero en realidad Cristo
prometió que estaría entre aquellos que se hallaran reunidos en su nombre,
pero tiene que ser en su nombre , esto es, entre aquellos que se reúnen para
pedir lo que agrada a Dios. Ahora bien, Dios jamás ha prometido tales
experiencias místicas, ni éstas son de ningún modo necesarias para nuestra
santificación . Dios nos pide hacer uso de todos los medios ordinarios puestos
a nuestra disposición: Confesión, Sacrificio de la Misa, Comunión, otros
Sacramentos, etc.
En realidad la búsqueda
de la experiencia extraordinaria implica que los carismáticos no creen en el
poder de los Sacramentos. Ellos ni siquiera creen en la presencia del Espíritu
Santo, a menos que, como Tomás, lo sientan y lo toquen; y esto quedará
certificado con las palabras del Padre Darío Betancourt, como veremos más
adelante. Aquí son oportunas las palabras de Cristo: “¡porque
me has visto, has creído! Bienaventurados los que no vieron y creyeron” (Jn.
20, 29). Parece que los pentecostales carismáticos han olvidado esta
enseñanza de Cristo.
Examen de los
pretendidos carismas
EL DON DE SANACIÓN: – Al oír a los pentecostales o
carismáticos o de la renovación carismática o en el espíritu, parece que
estuvieran caminando sobre una alfombra esmaltada de innumerables milagros, que
exhiben como prueba segura del origen divino del movimiento. Sin embargo, para
aceptar como auténticas las curaciones milagrosas se requieren tres
condiciones:
a) Que se excluyan todas las causas naturales
capaces de obrar una curación súbita, lo que no sucede por ejemplo en las
curaciones milagrosas reales o verdaderas del cáncer o en la resurrección de
los muertos.
b) Que el supuesto milagro se someta a un examen
atento por parte de médicos, científicos y teólogos, como sucede por ejemplo en
los milagros de Lourdes o en los que se atribuyen a la Virgen y a los Santos.
c)
Que
la sentencia final sea dada por la autoridad competente.
Ahora bien, estas tres
condiciones no se dan en el Movimiento Carismático o Renovación Carismática.
Ellos creen en los milagros por el simple testimonio de quienes dicen
recibirlos; algunos “milagros” son de naturaleza trivial, otros de naturaleza
psicológica, otros no duran permanentemente. Además sería necesario examinar
las causas de cada milagro en particular.
Hay tres posibles
causas:
1)
Dios: pero en este caso hay que establecer
que son verdaderos milagros, y en tal caso no debe haber ninguna traza de
orgullo, de ostentación o de autosatisfacción, muy presentes en el movimiento
carismático.
2)
Procesos
psicológicos: Por ejemplo, se pone un
gran énfasis en el hecho de que algunos convertidos han abandonado su costumbre
de beber; pero es notorio que los miembros de Alcohólicos Anónimos logran
resultados similares por medio de la ciencia profana y con tratamientos que
incluyen técnicas psicológicas, sin ningún recurso al “espíritu” invocado por
los carismáticos.
3)
El
demonio: – Puede, también él obrar algunos
“prodigios”, especialmente en una atmósfera cargada de emotividad, atmósfera que es la buscada en esos encuentros
multitudinarios, que duran varias horas y donde se relatan testimonios y
anécdotas, con fondo de música percusiva, sincopada y fuerte; y el orador a los
gritos. Ante estas circunstancias se producen fenómenos de tipo psicológico, a
partir de los cuales incluso se llega a una disociación de conciencia tan
extrema que se liberan hormonas relajantes y que adormecen, explicando así las
desapariciones de síntomas de dolor, aunque no disminuyan en nada las
enfermedades.
El mismo Cristo nos ha
puesto en guardia sobre esta posibilidad, por cuanto nos ha avisado que vendría
un tiempo en el que los falsos profetas obrarían “milagros” o “prodigios” para
engañar, si fuese posible, hasta a los elegidos. Como el movimiento carismático
se basa en falsas premisas doctrinales, le es fácil al demonio infiltrarse y
extraviar a las almas.
EL DON DE LENGUAS – Aunque ya hemos dicho algo de este
argumento cuando examinamos la primera carta de San Pablo a los Corintios,
podemos añadir alguna consideración, puesto que los carismáticos –
pentecostales aprecian muchísimo este “don”.
Hasta hace poco tiempo
ellos lo han considerado como la prueba definitiva de la efusión del Espíritu
Santo. Esto
implica como consecuencia que al recibir los Sacramentos nosotros no podamos
estar seguros de haber recibido el Espíritu Santo, toda vez que no hay ningún
fenómeno externo; ni siquiera en
Sacramentos como el Bautismo, la Confirmación y el Orden, que han sido instituidos justamente para conferir una
especial efusión del Espíritu Santo. En los Sacramentos, en efecto, nuestra
única garantía es la fe sincera en la promesa de Cristo, atestiguada por la
infalible autoridad de la Iglesia, aunque esta fe no se apoya casi nunca en el
sentimiento o en la experiencia.
Contrariados por tales
objeciones, los pentecostales católicos dejaron de considerar estos dones como
la prueba de la efusión del Espíritu Santo. Ante tales contradicciones, ¿qué debemos
pensar? ¿Con qué autoridad establecen ellos los criterios de su fe? ¿Les indujo
primero el Espíritu Santo a creer que el don de lenguas es la prueba
definitiva, y después que no lo es? ¿Puede el Espíritu Santo estar sujeto a
tales contradicciones?
Y si consideramos la
naturaleza del “carisma”, nuestra perplejidad no puede más que aumentar, porque
las lenguas que dicen hablar los pentecostales – carismáticos no son de hecho
lenguas humanas. Son
lenguas extrañas, simples balbuceos de sonidos ininteligibles, (que algunos han llegado a afirmar que era la “lengua o
lenguaje de los ángeles”) a los que se llama glosolalia. Ya hemos notado que
las “lenguas extrañas” de que se habla en los Hechos de los Apóstoles y en la
primera carta a los Corintios eran verdaderas lenguas, si bien desconocidas en
su mayor parte a los presentes.
Los pentecostales, sin
embargo, dan una explicación y hablan de la posibilidad de orar” no
objetivamente, de una manera pre-conceptual”. Esta es la definición dada por Le
Renouveau Charismatique (ver Lumen Vitae, Bruselas 1974):
“La posibilidad de orar
no-objetivamente, de una manera pre-conceptual, tiene un valor considerable en
la vida espiritual. Permite expresar con medios pre-conceptuales lo que no
puede ser expresado conceptualmente. La oración en lenguas es a la oración
normal como la pintura abstracta, no representativa, es a la pintura ordinaria.
La oración en lenguas requiere un tipo de inteligencia que tienen hasta los
niños”.
En primer lugar, no
existe nada semejante en la Tradición de la Iglesia, en la enseñanza de los
grandes maestros del espíritu y de los grandes místicos de la Iglesia. Y aunque
Cristo ha enseñado a los Apóstoles y a los primeros discípulos a orar y ha dado
hasta una fórmula con la cual expresar las propias peticiones, Él jamás ha
orado de manera “pre-conceptual” y “no objetiva”, ni ha enseñado a sus
discípulos a hacer algo así. Este género de oración implica que los murmullos
no corresponden a la realidad objetiva, puesto que son no objetivos, y que el
Espíritu Santo es incapaz de expresar la realidad divina en el lenguaje
racional. PERO TODO
ESTO ES FALSO. Los Profetas, Cristo, los Apóstoles
y después los Santos en el curso de veinte siglos, inflamados en el Espíritu
Santo, fueron capaces de expresar la más alta Verdad en lenguaje humano. La
expresión, lógicamente, es inferior a la realidad, pero esto no se debe al uso
de un lenguaje “no objetivo” o “pre-conceptual”, sino al hecho de que cuando el
hombre habla de la realidad divina, necesariamente se expresa de forma
analógica.
A este argumento de los
carismáticos, además, sería necesario plantearle ulteriores interrogantes. Por
ejemplo; ¿podría ser que, lejos de ser un don del Espíritu Santo, el “hablar en
lenguas” [mussitationes] fuera un fraude o una manifestación de procesos
psíquicos debidos a una explosión emotiva? Se puede añadir que hay, al menos en
algunos casos, otra posible fuente: satanás, que intenta engañar a los hombres remedando los milagros
del primer Pentecostés.
Otro fenómeno que hay
que juzgar desfavorablemente es la multiplicación de este milagro. Uno de los
jefes del carismatismo francés en 1978 decía que “en Francia el 80% de los
carismáticos pentecostales habla en lenguas” (Le Figaro, 18 de Febrero 1978).
¿Así es que los milagros
suceden con esa frecuencia?
Indiferentismo
religioso
Como ya hemos
recordado, el movimiento carismático “católico” pentecostal fue importado del
pentecostalismo protestante. Los
pentecostales católicos lo han reconocido agradecidos, y han llegado a considerar como auténtico el movimiento
pentecostal de los protestantes. Era lógico que fuera así, pues de otra manera
caerían en abierta contradicción con sus propios orígenes; en consecuencia,
celebran sus encuentros de oración con los protestantes de cualquier
denominación y sin distinciones.
En estos encuentros,
cualquiera que haya recibido el don de ser “guía” puede imponer las manos sobre
cualquiera, sin preocuparse de la Iglesia o de la secta a que pertenezca. Todos
reciben dones supuestamente del Espíritu Santo, hablan en lenguas, interpretan,
profetizan y sanan.
Las diferencias
doctrinales no son una barrera. Y así los católicos, que deberían sostener que
solamente ellos poseen la Verdad plena, no intentan iluminar a sus hermanos
protestantes con la plenitud de la Verdad que sólo se puede encontrar en la
iglesia católica. En cuanto a los protestantes, lejos de admitir las justas
pretensiones de la Iglesia Católica, lo cual debería ser el resultado lógico de
una auténtica efusión del Espíritu Santo, afirman experimentar un conocimiento
más claro de la doctrina de sus respectivas denominaciones protestantes.
Tanto los carismáticos
“católicos” como los protestantes afirman trabajar, con rapidez y en espíritu
de caridad y de mutua comprensión, por la unidad, que es la mira del movimiento
ecuménico. Las cuestiones doctrinales no se discuten, porque (como ellos dicen)
buscan la unidad a “UN
NIVEL MÁS PROFUNDO”.
Con lo de “nivel más profundo” intentan decir “nivel emotivo”,
que confunden con el “amor sobrenatural”. Sin embargo, el nivel emotivo es el
más falaz.
Sólo la Verdad es el nivel más profundo, y en él la unidad es
posible porque Cristo vino a dar testimonio de la Verdad, rechazando todas las
componendas con el error y la ambigüedad. Él ha dado su vida
por la Verdad; si la Verdad no es aceptada y confesada plenamente, el amor
sobrenatural y la unidad son imposibles.
El movimiento
carismático, por tanto, está destinado a hacer naufragar la esperanza del
ecumenismo, ya que ninguna unión será posible en tanto nuestros hermanos
protestantes —o de otras confesiones— no acepten la plena potestad de fe y de
gobierno de la Iglesia Católica.
Es notorio también que
algunos jefes carismáticos han hecho afirmaciones, y han tomado posiciones, que
difícilmente se pueden conciliar con la doctrina católica. Así por ejemplo,
Kevin Ranaghan (quien junto con su mujer Dorothy ha recibido el Bautismo del Espíritu,
ayuda al Card. Suenens a organizar el movimiento en todo el mundo, y ha escrito
“Pentecostales Católicos” , que se considera un clásico en el tema) con ocasión
de la Encíclica Humanae Vitae (1968) sostiene, contra la enseñanza del Papa
Paulo VI, el derecho
al control de los nacimientos.
¿Cómo podría el
Espíritu Santo inspirar una cosa al Papa y otra a Kevin Ranaghan?
¿O quizás él tenía
razón y el Papa estaba equivocado?
Todavía más: en la
página 4 de su libro “Pentecostales Católicos”, Kevin, citando “La Cruz y el
puñal” de David Wilderson, escribe:
“estas palabras muestran claramente
que Cristo recibió el Espíritu para que pudiese ser Mesías y Señor”.
¡Sin embargo, esto es una herejía! Porque
Cristo no recibió el Espíritu Santo para ser Mesías y Señor, sino que era las
dos cosas desde su concepción, a causa de la Unión Hipostática.
INCREÍBLEMENTE, ES LO QUE TAMBIÉN
AFIRMA EL PADRE DARÍO BETANCOURT COMO VEREMOS MÁS ADELANTE, Y QUE LO HACE CAER
EN LA HEREJÍA.
Tómese también la
afirmación de la página 250, relativa a los promotores de una “auténtica vida
de Fe” . Kevin cita no sólo a San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola y
San Francisco de Sales, sino también a Joaquín de Fiore (cuyos errores fueron
condenados en 1215), George Fox (fundador de los cuáqueros protestantes), John
Wesley (fundador de los metodistas) y el ¡Telepastor Billy Graham!
Por ello, según Kevin
Ranaghan,
“el Espíritu Santo no hace diferencia entre la Iglesia Católica y las
varias denominaciones protestantes, sino que trabaja igualmente en todas,
despreocupándose de lo que creen y enseñan.”
Demolición de la
ascética cristiana
Si pasamos de la
teología especulativa a la ascética, tal como ha sido enseñada y vivida por los
Santos, descubrimos que el movimiento carismático no sólo está privado de los
requisitos fundamentales de una verdadera ascensión a Dios, sino que incluso le
es perjudicial.
Arruina la humildad y
favorece el orgullo – La humildad es el fundamento y la fuente de todas las
virtudes; el orgullo es la fuente de todos los pecados; la humildad es la
virtud de Cristo, de María Santísima y de los Santos; el orgullo es el vicio de
Satanás y de sus secuaces. El orgulloso está lleno de seguridad en sí mismo y
de autoconfianza, busca lo sensacional y lo ostenta como virtud; el humilde, en
cambio, busca el último puesto, evita lo sensacional y extraordinario, tiene
miedo de engañarse y se considera indigno de los dones extraordinarios. Si Dios
le da estos dones, los acepta con temor y temblor, incluso pide al Señor que se
los quite y le lleve por la vía ordinaria; los esconde lo más posible, y si a
veces, constreñido por la obediencia, debe hablar, lo hace con extrema
repugnancia y reserva.
Es exactamente lo opuesto
de lo que les sucede a los carismáticos: desean dones extraordinarios,
particularmente los que impresionan los sentidos, como el don de lenguas
[mussitationes], el de su interpretación, y el de curación.
Mientras el humilde implora “¡No a mí, Señor, no a mí!”, el
pentecostal se pone en primer lugar con atrevimiento y dice con los hechos,
sino con las palabras: “Heme aquí, Señor; haz que yo tenga la experiencia
mística de Tu presencia, que hable lenguas, que yo tenga el poder de conferir
el Espíritu Santo en el momento y ocasión que considere oportuno, que yo
profetice, que yo cure a las personas en cualquier parte”.
Y cuando cree haber
recibido el Bautismo del Espíritu, el carismático prosigue con atrevimiento
imponiendo las manos, clamando al Espíritu Santo y confiriéndolo; y sí alguna
vez el Espíritu “se retrasa”, él insiste histéricamente: “¡Espíritu Santo,
baja, tienes que bajar!”.
Expone al alma al
autoengaño – Alimentando un morboso deseo de lo sensacional, el movimiento crea
una atmósfera sobrecargada de emoción, y que, por lo tanto, expone al
autoengaño; declara, en efecto, que la experiencia personal es la suprema
prueba de la efusión del Espíritu Santo.
Sin embargo esto es
contrario a la enseñanza de Cristo, que dijo que el cumplimiento de la Voluntad
de Dios es el único criterio seguro de estar en la vía de la salvación: “No
todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los Cielos, sino el
que hace la voluntad de mi Padre Celestial, este entrará en el Reino de los
Cielos” (Mt. 7,21)
Frecuentemente, ¡qué penoso y difícil es hacer la voluntad de
Dios! El corazón está seco, la voluntad es débil y la carne molesta; sin
embargo, hacer la voluntad de Dios en estas circunstancias, es gran perfección.
Jesús llegó hasta a
excluir que los dones extraordinarios fueran un signo seguro de salvación,
mientras que los pentecostales y carismáticos los consideran como una prueba
irrefutable de la autenticidad de su experiencia. Estas son las palabras de
Jesús: “muchos me dirán en aquel día: ‘Señor, Señor;
¿es que no hemos profetizado en tu nombre y no hemos expulsado los demonios y
hecho milagros en tu nombre? Entonces les diré: ¡No os conozco, alejaos de mí,
obradores de iniquidad!” (Mt 7 22 23)
La experiencia, siendo muy subjetiva y la más débil de todas las
pruebas, está extremadamente expuesta al autoengaño. Basta estar presente en
los momentos culminantes de los encuentros de oración de los carismáticos. Lo
que sucede muy frecuentemente en estos momentos es desconcertante, y en lugar
de inducir al espectador honesto a reconocer la presencia de la Tercera Persona
de la Santísima Trinidad, le induce a temer que otro “espíritu” esté en medio
de ellos, espíritu que goza al poder engañar tan fácilmente a los hijos de los
hombres y conducirlos sin esfuerzo a un reino donde Cristo no reina.
En tomo a este aspecto
del movimiento carismático, he aquí lo que escribe un autor francés, Henri
Caffarel: “sería inútil recoger aquí ejemplos, pero es claro que normalmente,
por la excitación que domina en esta asamblea, se está muy cerca del
histerismo colectivo y los jefes son evidentemente incapaces de canalizar las
explosiones emotivas. En
algunos casos no se puede estar seguro de sí se está todavía en los límites de
una auténtica vida cristiana, o si ya se roza la superstición y la magia. El
Maligno, ciertamente… ¡recoge su cosecha!” No es difícil
comprender que estas asambleas amenacen seriamente la fe de las personas, su
vida espiritual y su equilibrio psíquico. También se comprende que den origen a
falsos profetas y sanadores, como aquellos de quienes habló Cristo cuando dijo:
“Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros con
vestiduras de corderos, pero por dentro son lobos rapaces’ (Mt.7, 15)”.
Todavía más: Ralph Martin, director del Movimiento Carismático,
en su libro “A menos que el Señor construya la Casa ”, expone el problema en
términos más sangrantes: “demasiados van más allá de los límites de la
moralidad, ya que se crean relaciones personales entre sacerdotes, religiosas y
laicos que tristemente degeneran del plano espiritual a un nivel puramente
natural y sensual. El ágape degenera en el eros”.
No pocas veces la
Imposición de Manos de los Carismáticos culminó en lascivas y lujuriosas
situaciones de toqueteos sexuales.
Es contrario a la
experiencia de quienes han vivido espiritualmente – La enseñanza y la práctica
de los carismáticos – pentecostales contradice el ejemplo de los Santos, particularmente
de los grandes místicos, (a pesar de citarlos constantemente como inspiradores
de las técnicas que ellos ponen en marcha). Los Santos constantemente temían ser engañados por el demonio,
desdeñaban los fenómenos extraordinarios, y pedían al Señor con insistencia el
mantenerlos en la vía ordinaria.
Para evitar
autoengañarse, se confiaban ordinariamente a expertos directores espirituales,
y frecuentemente recibían ayuda providencial del mismo Dios. Les declaraban
hasta los más insignificantes sentimientos de su corazón y obedecían
heroicamente a lo que les mandaban. ¿Se puede imaginar a Santa Catalina de Siena, Santa Teresa de Ávila,
San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, recorriendo el mundo haciendo
ostentación de sí mismos, en su reconocido carácter de auténticos
dispensadores del Espíritu Santo?
La enseñanza y la práctica carismática contradicen también la
explícita enseñanza de los grandes maestros de la vida espiritual y de los
Doctores de la lglesia, que constante y unánimemente enseñan que las verdaderas
virtudes que hay que pretender son la humildad, la mortificación, el amor de
la humillación, el aniquilamiento de sí mismo, la vida escondida, el evitar la
singularidad y la ocasión, para que el orgullo no nazca en el corazón.
San Juan de la Cruz
resume así esta doctrina: “POR TANTO DIGO QUE DE TODAS ESTAS
APRENSIONES Y VISIONES IMAGINARIAS Y OTRAS CUALESQUIERA FORMAS O ESPECIES (…)
AHORA SEAN FALSAS DE PARTE DEL DEMONIO, AHORA SE CONOZCAN SER VERDADERAS DE
PARTE DE DIOS, EL ENTENDIMIENTO NO SE HA DE EMBARAZAR NI CEBAR EN ELLAS, NI LAS
HA EL ALMA DE QUERER ADMITIR NI TENER PARA PODER ESTAR DESASIDA, DESNUDA, PURA
Y SENCILLA” (Subida al Monte Carmelo. Lib II.
Cap. 16).
Es exactamente lo opuesto de lo que hacen los carismáticos.
Los carismáticos abandonan la Cruz – El movimiento se
concentra en la celebración de la “alegría” del espíritu. No hay lugar en el movimiento
para la agonía del Getsemaní, los tormentos de la Pasión, las noches del alma
que resaltan en la vida de los Santos; como la noche tan
profunda que arrancó de los mismos labios de Cristo el grito de indecible
dolor: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Porqué me has abandonado?” (Mt. 27,46).
Los carismáticos deberían saber que la santidad no consiste en la
alegría, sino más bien en el sufrimiento. Cristo ha llevado a
sus Santos, particularmente a los grandes místicos, a las alturas de la santidad
no precisamente por el camino de la alegría, sino por un inenarrable dolor,
porque la esencia del amor no es la alegría, sino el sufrimiento: “quien
quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt.
16,24)
La auténtica celebración
de la alegría está reservada para el cielo.
Es indicio de mayor
perfección decir “que se haga tu Voluntad” en la agonía de Getsemaní, que en la
alegría de Pentecostés.
El Movimiento
Carismático contradice el Concilio Vaticano II: en efecto, este enseña que los
“dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay que esperar
de ellos con presunción los frutos de los trabajos apostólicos” (Lumen Gentium,
12). Parece que estas palabras han sido inspiradas por Dios como una
pre-condena de un movimiento que surgió inmediatamente tras el Concilio.
Conclusión
Hemos examinado, con objetividad y sinceridad, el Movimiento
Carismático desde distintos puntos de vista, y lo hemos encontrado frágil,
contradictorio, erróneo y pernicioso. Pero en medio de la multitud, el clamor,
el dinero que movilizan y el alboroto suscitados por el Movimiento, es difícil
hacer prevalecer la voz de la recta razón.
Vivimos una época delirante, en que la enseñanza y la tradición
de la Iglesia son abiertamente atacadas o postergadas con desprecio. Parece que
han llegado los tiempos profetizados por San Pablo a Timoteo: “cuando
no soportarán la sana doctrina, antes a medida de sus concupiscencias tomarán
para sí maestros sobre maestros, con la comezón de oídos que sentirán, y por un
lado desviarán sus oídos de la verdad y por otro se volverán hacia las fábulas”
(2 Tim. 4,3-5)
San Pablo nos invita a examinar todo, a retener lo bueno, a
rechazar lo malo.
A LA LUZ DE LA SANA TEOLOGÍA Y LA TRADICIÓN, EL MOVIMIENTO NO SE CALIFICA
COMO COSA BUENA: PARTE DE PRETENSIONES FANÁTICAS, MINA LA FE, INDUCE A LAS
ALMAS A UN FALSO MISTICISMO, Y LAS CONDUCE A TRAVÉS DE LA CREDULIDAD Y EL
ORGULLO OCULTO, A sATANÁS .
Por tanto está
plenamente justificado el juicio del Arzobispo Robert Dwyer, cuando dijo:
“Juzguemos el Movimiento Carismático como una de las orientaciones más
peligrosas de la Iglesia en nuestro tiempo, estrechamente ligado en espíritu
con otros movimientos destructivos y separadores que amenaza con grave daño a
su unidad y a innumerables almas” (Christian Order, mayo 1995, pág. 265).
Autores varios
[Traducción tomada de
Ecce Christianus]
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