DE LOS VICIOS Y DE SUS REMEDIOS: REMEDIOS CONTRA LA AVARICIA
[“GUIA DE PECADORES”
Fray Luis de Granada]
La AVARICIA es desordenado deseo de
hacienda. Por lo cual con
razón es tenido por avariento no sólo el que roba, sino también el que
desordenadamente codicia las cosas ajenas, o desordenadamente guarda las suyas.
Este vicio condena el Apóstol cuando dice (I Timoteo. VI): Los que desean ser
ricos, caen en tentaciones y lazos del demonio y en muchos deseos inútiles y
dañosos que llevan los hombres a la perdición. Porque la raíz de todos los males es
la codicia. No se podía más encarecer la malicia de este vicio que con esta
palabra: pues por ella se da a entender que quien a este vicio está sujeto, de
todos los otros es esclavo.
Pues cuando este vicio tentare tu corazón, puedes armarte
contra él con las consideraciones siguientes.
Primeramente considera, oh avariento, que tu Señor y
tu Dios cuando descendió del cielo a este mundo, no quiso poseer estas riquezas
que tú deseas: antes de tal manera amó la pobreza, que quiso tomar carne de una
virgen pobre y humilde, y no de una reina muy alta y muy poderosa. Y cuando
nació no quiso ser aposentado en grandes palacios, ni echado en cama blanda, ni
en cunas delicadas, sino en un vil y duro pesebre sobre unas pajas. Después de esto,
en cuanto en esta vida vivió, siempre amó la pobreza y despreció las riquezas:
pues para sus embajadores y apóstoles escogió, no príncipes ni grandes señores,
sino unos pobres pescadores. Pues ¿qué mayor
abuso querer ser rico el gusano, siendo por él tan pobre el Señor de todo lo
criado?
Considera también cuánta sea la vileza de tu corazón: pues siendo tu ánima criada a imagen de Dios, y
redimida por su sangre (en cuya comparación
es nada todo el mundo) la quieres perder por un poco de interés. No diera Dios su
vida por todo el mundo, y dióla por el ánima del hombre: luego de mayor valor
es un ánima que todo el mundo. Las
verdaderas riquezas no son oro, ni plata, ni piedras preciosas: sino
las virtudes que consigo trae la buena consciencia. Pon aparte la falsa opinión de los
hombres, y verás que no es otra cosa oro y plata, sino tierra blanca y amarilla,
que el engaño de los hombres hizo preciosas. Lo que todos los filósofos del mundo despreciaron,
¿tú, discípulo de Cristo, llamado para mayores
bienes, tienes por cosa tan grande, que te hagas esclavo de ella? Porque como dice
S Jerónimo: aquél es siervo de las riquezas que las guarda como siervo:
más quien de sí sacudió este yugo, repártelas como señor.
Mira también que (como
El Salvador dice) nadie puede servir a dos señores que son Dios y las riquezas y que no puede el ánimo
del hombre libremente contemplar a Dios, si anda con la boca abierta tras las
riquezas del mundo. Los deleites
espirituales huyen del corazón ocupado en los temporales, y no se podrán juntar
en uno las cosas vanas con las verdaderas, las altas con las bajas, las eternas
con las temporales, y las espirituales con las carnales, para que puedas
juntamente gozar de las unas y de las otras.
Considera también que cuanto más prósperamente te suceden
las cosas terrenas, tanto por ventura eres más miserable: por el motivo que
aquí se te da de fiarte de esa falsa felicidad que se te ofrece. ¡Oh, sí supieses
cuánta desventura trae consigo esa pequeña prosperidad! El amor de las riquezas más atormenta con su deseo, que
deleita con su uso porque enlaza el ánima con diversas tentaciones, enrédala
con muchos cuidados, convídala con vanos deleites, provócala a pecar, e impide
su quietud y reposo. Y sobre todo esto nunca las riquezas se adquieren sin
trabajo, ni se poseen sin cuidado, ni se pierden sin dolor: más lo peor es que
pocas veces se alcanzan sin ofensas de Dios, porque (como dice el proverbio) el
rico, o es malo, o heredero de malo.
Considera esto otro, cuan gran desatino sea desear
continuamente aquellas cosas que aunque todas se junten en uno, es cierto que
no pueden hartar tu apetito, más antes lo atizan y acrecientan, así como el
beber al hidrópico la sed porque por mucho que
tengas, siempre codicias lo que te falta, y siempre estás suspirando por más.
De suerte que discurriendo el triste corazón por las cosas del mundo, cánsase,
y no se harta; bebe, y no apaga la sed, porque no hace caso de lo que tiene,
sino de lo que podría más haber; y no menos molestia tiene por lo que no
alcanza, que contentamiento por lo que posee: ni se harta más de oro que su
corazón de aire. De lo cual con mucha razón se maravilla San Agustín diciendo: Qué codicia es ésta tan insaciable de
los hombres, pues aun los brutos animales tienen medida en sus deseos. Porque entonces cazan, cuando padecen hambre:
más cuando están hartos, luego dejan de cazar. Sola la avaricia de los ricos no
pone tasa en sus deseos siempre roba, y nunca se harta.
Considera también que donde hay muchas riquezas, también hay
muchos que las consuman, muchos que las gasten, muchos que las desperdicien y
hurten. ¿Qué tiene el más rico del mundo de sus riquezas que lo necesario para
la vida? Pues de esto te podrías despreocupar, si pusieses tu esperanza en Dios
y te encomendases a su providencia porque nunca desamparó a los que esperan en
Él, porque quien hizo al
hombre con necesidad de comer no consentirá que perezca de hambre. ¿Cómo puede ser
que manteniendo Dios a los pajaritos y vistiendo los lirios, desampare al
hombre, mayormente siendo tan poco lo que basta para remedio de la necesidad? La vida es
breve, y la muerte se apresura a más andar ¿qué necesidad tienes de tanta provisión para tan
corto camino? ¿Para qué quieres tantas riquezas, pues cuantas menos tuvieres,
tanto más libre y desembarazado caminarás? Y cuando llegares al fin de la
jornada, no te irá menos bien, si llegares pobre, que a los ricos que llegarán
más cargados; sino que acabado el camino, te
quedará menos que sentir lo que dejas,
y menos de que dar cuenta a Dios, como quiera que los muy ricos al fin de la jornada,
no sin grande angustia dejarán los montones de oro que mucho amaron, y no sin
mucho peligro darán cuenta de lo mucho que poseyeron.
Considera además, oh avariento, para quién amontonas tantas
riquezas; pues es cierto que, así como viniste a este mundo desnudo, así
también has de salir de él. Pobre naciste en esta vida, pobre la dejarás. Esto
deberías pensar muchas veces; porque como dice San Jerónimo, fácilmente desprecia todas las cosas
quien se acuerda que ha de morir.
En el
artículo de la muerte dejarás todos los bienes temporales, y llevarás contigo solamente las obras que hiciste, buenas o malas, donde perderás todos los bienes
celestiales, si teniéndolos en poco en cuanto viviste, todo tu trabajo
empleaste en los temporales. Porque tus cosas serán entonces divididas en tres
partes: el
cuerpo se entregará a los gusanos, el ánima a los demonios, y los bienes
temporales a los herederos, que por ventura serán desagradecidos, o pródigos, o
malos. Pues luego mejor será, según el consejo del Salvador, distribuirlos a pobres, que te los lleven delante (como
hacen los grandes señores cuando caminan, que envían delante sus tesoros)
porque ¿qué mayor desatino que dejar tus bienes
adonde nunca tornarás, y no enviarlos adonde para siempre vivirás?
Considera también que aquel soberano gobernador del mundo
(como un prudente padre de familia) repartió los cargos y los bienes de tal
manera, que a unos ordenó para que rigiesen y otros para que fuesen regidos,
unos para que distribuyesen lo necesario, y otros para que lo recibiesen. Y
pues tú eres uno de los que están puestos para despensero de la hacienda que a
ti sobra,
¿parécete que te será lícito guardar para ti solo lo que recibiste para muchos? Porque, como dice San Basilio, de los pobres es el pan que tú
encierras, y de los desnudos el vestido que tú escondes, y de los miserables el
dinero que tú entierras.
Pues sabe cierto que a tantos hurtaste sus bienes, a cuantos
pudieras aprovechar con lo que a ti sobraba, y no aprovechaste. Por tanto, mira que los bienes
que de Dios recibiste, son remedios de la miseria humana y no instrumentos de
mala vida. Mira, pues, que
sucediéndote todas las cosas prósperamente no te olvides de quien te las da, ni
de los remedios de la miseria ajena hagas materia de vanagloria. No quieras, oh
hermano, amar el destierro más que la patria, ni de los aparejos y provisiones
para caminar hagas estorbos del camino, ni amando mucho la claridad de la luna,
desprecies la luz del mediodía, ni conviertas los socorros de la vida presente
en materia de muerte perpetua. Vive contento con la suerte que tienes,
acordándote que dice el Apóstol (I Timoteo. VI): Teniendo suficiente mantenimiento y
ropa con que nos cubramos, con esto estemos contentos. Porque (como dice San Crisóstomo) el siervo de Dios no se ha de vestir ni para parecer bien, ni para regalo
de su carne, sino para cumplir con su necesidad. Busca primero el reino de Dios y su justicia, y todas las
otras cosas te serán concedidas, porque Dios, que te quiere dar las cosas
grandes, no te negará las pequeñas.
Acuérdate que no es la pobreza virtud, sino el amor de
la pobreza. Los pobres que voluntariamente son pobres, son semejantes a Cristo, que siendo rico por nosotros se
hizo pobre. Más los que viven en pobreza
necesaria, y la sufren con paciencia, y desprecian las riquezas que no tienen,
de esa pobreza necesaria hacen virtud.
Y así como los pobres con su pobreza se conforman
con Cristo, así los ricos con sus limosnas se reforman para Cristo, porque no solamente los
pobres pastores hallaron a Cristo, mas también los sabios y poderosos, cuando le ofrecieron sus tesoros. Pues tú que
tienes bastante hacienda, da limosna a los pobres, porque dándola a ellos, la
recibe Cristo. Y ten por cierto que en el cielo (donde ha de ser tu perpetua
morada) te está guardado lo que ahora les dieres: más si en esta tierra
escondieres tus tesoros, no esperes hallar nada donde nada pusiste. Pues ¿cómo
se llamarán bienes del hombre los que no puede llevar consigo, antes los pierde
contra su voluntad? Mas por el contrario, los bienes
espirituales son verdaderamente bienes, pues no
desamparan a su dueño, aun en su muerte, ni nadie se los puede
quitar, si él no quisiere.
Que no debe nadie
retener lo ajeno.
Acerca de este pecado conviene avisar del peligro que hay en
retener lo ajeno. Para lo cual es de saber que no sólo es pecado tomar lo ajeno,
sino también retenerlo contra la voluntad de dueño. Y no basta que tenga el hombre propósito de restituir
adelante, si luego puede, porque no sólo tiene obligación a restituir, sino
también a luego restituir, verdad es que si no pudiese luego, o del todo no
pudiese, por haber venido a gran pobreza, en tal caso no sería obligado a uno
ni a otro, porque Dios no obliga a lo imposible.
Para persuadir esto, no me parece hay necesidad de
más palabras que de aquellas que S. Gregorio escribe a un caballero, diciendo:
Acuérdate, señor, que
las riquezas mal habidas se han de quedar acá, y el pecado que hicieres por tal
motivo, ha de ir contigo allá. Pues ¿qué mayor
locura que quedarse acá el provecho, y llevar contigo el daño, y dejar otro el gusto, y tomar para ti el tormento,
y obligarte a penar en la otra vida por lo que otros hayan de lograr en ésta?
Y demás de esto, ¿qué gran desatino que tener en mayor estima tus cosas que
a ti mismo, y padecer detrimento en el ánima por no padecerlo en la hacienda, y
poner el cuerpo al golpe de la espada por no recibirlo en la capa? Y allende de
esto, ¡qué tan cerca está de parecer a Judas
el que por un poco de dinero vende la justicia, la gracia y su misma ánima! Y
finalmente, si es cierto (como lo es) que
la hora de la muerte has de restituir, si te has de salvar, ¿qué mayor
locura que habiendo al cabo que pagar lo que debes, querer estar de aquí para
allá en pecado, y acostarte en pecado, y levantarte en pecado, y confesar y
comulgar en pecado, y perder todo lo que pierde el que está en pecado, que vale
más que todo el interés del mundo? No parece que tiene juicio de hombre el que
pasa por tan grandes males.
Trabaja pues, hermano, por pagar muy
bien lo que debes, y por no hacer agravio a nadie. Procura también
que no duerma en tu casa el trabajo y sudor de tu jornalero. No le hagas ir y
venir muchas veces y echar tantos caminos por cobrar su hacienda, que trabaje
más en cobrarla que en ganarla, como muchas veces acaece con la dilación de los
malos pagadores. Si tienes testamentos que cumplir, mira no defraudes las
ánimas de los difuntos de su debido socorro, porque no paguen la culpa de tu negligencia
con la dilación de su pena, y después cargue todo sobre tu ánima. Si tienes
criados a quien debas, trabaja por tener muy asentadas y claras sus cuentas, y
desembarázate (o a lo menos declárate muy bien con ellos) en la vida, para no
dejar después marañas en la muerte. Lo que tú pudieres cumplir de tu
testamento, no lo dejes a otros ejecutores: porque si tú eres descuidado en tus
cosas propias, ¿cómo crees que serán los otros diligentes en las ajenas?
Préciate de no deber nada a nadie, y así
tendrás el sueño quieto, la consciencia reposada, la vida pacífica y la muerte
descansada. Y para que puedas salir con esto, el
medio es que pongas freno a tus apetitos y deseos, y ni hagas todo lo que
deseas, ni gastes más de lo que tienes: y de esta manera midiendo el gasto, no
con la voluntad sino con la posibilidad, nunca tendrás por qué deber. Todas
nuestras deudas nacen de nuestros apetitos, y la moderación de estos vale más
que muchas cuentas de renta. Ten por sumas y verdaderas riquezas aquéllas que
dice el Apóstol (I Timoteo. VI): Piedad y
contentamiento con la suerte que Dios te dio.
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