«ADORAR AL SEÑOR DIOS»
La oración de Francisco de Asís
por Julio Micó, OFMCap
El mismo Espíritu que arranca a los hermanos de la familia y de
las preocupaciones del mundo para reunirlos en una Fraternidad de célibes, es
el que los pone ante su Señor para que se reconozcan como fruto de su amor
salvador e intenten acercarse a Él con fidelidad y alabanza agradecida.
Este encuentro con Dios, fundamento y meta de toda realización
humana, es el que autentifica y define la Fraternidad como esa humanidad nueva,
reunida en torno a Jesús, que conoce por experiencia al Padre y, en
consecuencia, vive de forma coherente su relación fraterna con todos los
hombres.
Por eso, la Fraternidad es, ante todo, una comunidad orante, que
sabe de la presencia de Dios y trata por todos los medios de responderle de
forma existencial, acogiendo esa Presencia y haciéndola fructificar en obras y
alabanzas. Esta cualidad orante de la Fraternidad no descarga de forma
irresponsable a los hermanos de su encuentro personal con el Misterio. La
Fraternidad es orante porque, al mismo tiempo, los hermanos viven y se
entienden desde la oración, sintiéndose tocados por el Espíritu para poner en
común la decisión de buscar el rostro de Dios.
Francisco, y como él los demás hermanos, también entendió que lo
fundamental para todo creyente es el encuentro con su Dios. Por eso, construyó
su vida alrededor de esta experiencia, de modo que, para Celano, más que ser un
hombre de oración era la oración misma personificada (2 Cel 95).
Superando este tópico hagiográfico, es indudable que la figura
de Francisco sólo es inteligible desde su experiencia de Dios. Cualidad que no
le viene dada por su aportación literaria a la historia de la espiritualidad,
como es el caso de algunos místicos como san Juan de la Cruz y santa Teresa,
sino por su forma personal de «practicar a Dios» que nos descubre la fuerza
humanizante de lo divino cuando el hombre se deja habitar por Él y acompaña de
forma activa esta presencia.
Francisco aprendió en Dios a amar y servir; y los que saben amar
y servir, saben también orar, puesto que estar o caminar en la presencia de
Dios no es otra cosa que hacerse cargo del inmenso amor del Padre puesto a
nuestro servicio en Jesús.
Para que haya oración se necesitan dos personas y una relación:
Dios, el hombre y el encuentro de ambos. Pero si nos fijamos en el modo de
realizarse este encuentro, comprobaremos que es el hombre el que determina la
forma cultural de imaginarse a Dios y, por tanto, la manera de materializar
este encuentro con lo divino.
Para adentramos un poco en ese recinto personal e íntimo de
Francisco, donde se realiza su encuentro con Dios -la oración-, tendremos,
pues, que admitir los distintos elementos que confluyeron en su persona al
tener que imaginarse lo divino: la familia, la escuela, la liturgia y el arte.
Todos estos elementos contribuyeron a que Francisco se hiciera
una imagen de Dios trascendente e inabarcable, pero, al mismo tiempo, cercana,
hasta el punto de hacerse hombre. Para él, Dios era absoluto, pero
prescindible; todopoderoso, pero vulnerable; santo, pero capaz de mezclarse con
el pecado para destruirlo. Este Dios de contrastes, que, por otra parte, es el
que nos muestra Jesús, configuró la imagen de lo divino que cristalizó en la
experiencia de Francisco.
Entre los componentes que ayudaron a Francisco a representarse a
Dios destaca, por su repercusión, la liturgia. En ella descubrió la Escritura,
proclamada y celebrada en la Iglesia para convertirse, después, en costumbre y
fiesta dentro del ambiente social y familiar. Ella fue la que le prestó los
colores para pintar, haciéndolo visible e imaginable, al Dios que animaba su
fe. La influencia de la liturgia, pues, hay que ponerla como el elemento
determinante de la personalidad de Francisco, ya que la imagen que se formó de
la divinidad fue como la matriz que modeló su actividad orante, puesto que
solemos abrir y entregar nuestro corazón al Dios que nos imaginamos.
[Cf. el texto
completo en Selecciones de Franciscanismo n. 56, 1990, 177-212]
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