EJERCICIO DE
AMOR Y PIEDAD SOBRE LOS DOLORES DEL DIVINO CORAZÓN DE JESÚS Y DEL SAGRADO
CORAZÓN DE MARÍA
Tomado de:
“El Corazón de Jesús”, de
San Juan Eudes
EDITORIAL «SAN JUAN
EUDES»
USAQUEN, BOGOTA, D.E.
1957
Jesús, bueno e inocentísimo Cordero, que sufristeis
tantos tormentos en la cruz, que visteis el Corazón virginal de vuestra querida
Madre abismado en un océano de dolores, dignaos enseñarme a acompañaros en
vuestros sufrimientos y a sentir vuestras aflicciones.
¡Oh, qué doloroso espectáculo ver estos dos corazones de Jesús y
María, tan santos, tan inocentes y tan llenos de gracias y perfecciones, tan
colmados del divino amor, tan estrechamente unidos y afligidos el uno por el
otro! El Corazón sagrado de la
Madre de Jesús sentía vivamente los inmensos tormentos de su
Hijo y el Hijo único de María estaba plenamente penetrado de los dolores incomparables
de su Madre. La hermosa Oveja y el inocentísimo Cordero se
llaman uno a otro.
El uno llora por el otro, sufre y siente las angustias del otro sin alivio
alguno y cuanto más puro y ardiente es el amor mutuo más sensibles y agudos son
los dolores.
¡Oh corazón endurecido, cómo no te derrites en dolores y lágrimas al
ver que eres la causa de los inenarrables dolores de esta santa Oveja y del
dulcísimo Cordero!
¿Qué han hecho para sufrir tantas aflicciones?
Tú, miserable pecador, tus abominables pecados son los verdugos
de estos inocentísimos y santísimos corazones. Perdonadme, corazones
benignísimos, tomaos sobre mí la venganza que merezco; ordenad a las criaturas
obedientes que descarguen sobre mí los castigos de que soy digno. Enviadme
vuestros dolores y sufrimientos, a fin de que, como he sido su causa, os ayude
a llorar y sentir lo que os he hecho sufrir. Oh Jesús, amor de mi corazón; oh María, consuelo
de mi alma, tan semejante a vuestro Hijo, imprimid en mi corazón un gran desprecio y aversión a los placeres
de esta vida que pasasteis entre tormentos. Puesto que soy vuestro, de vuestra casa y
vuestro indignísimo siervo, no permitáis que acepte placer alguno en este
mundo, sino en las como en que Vosotros lo tomáis y haced que lleve siempre
vuestros dolores en mi alma, que ponga mi gloria y mis delicias en estar
crucificado con Jesús y María.
!Oh Virgen santísima! , ¿Cómo vuestros goces se han cambiado en
dolores? Si hubieran sido semejantes a los del mundo, justo hubiera sido este
cambio; pero, oh Reina de los Ángeles jamás os gozasteis sino en las cosas
divinas. Sólo Dios poseía vuestro Corazón y nada os contentaba fuera de lo que
procedía de Él y a El os guiaba. Tuvisteis el gozo de veros Madre de Dios, de
llevarle en vuestras benditas entrañas, de verle nacido y adorado por los
Ángeles, pastores y reyes, de verle descansar en vuestro do pecho y de sustentarle
con vuestra leche virginal; de servirle con vuestras purísimas manos, de
ofrecerle en el templo a su eterno Padre, de verle conocido y adorado por el
justo Simeón y por la profetisa Ana. Todos vuestros gozos durante los treinta años
que con El morasteis eran divinos interiores y espirituales, de El mismo los
recibíais. Eran júbilos,
elevaciones de espíritu y arrobamientos del alma, que inflamada en el amor de
este amabilísimo Jesús se elevaba y transportaba en su divina Majestad. Y así
unida y transformada siempre en El, recibía mayores favores que todas las
jerarquías del cielo, puesto que vuestro amor sobrepasaba al de los Serafines.
¡Oh, Señora y Reina de los Ángeles!, ¿qué puede haber en goces
tan puros y santos, en tan espirituales y celestiales satisfacciones, capaz de
convertirlos en dolores? ¿Tuvo que llegar hasta Vos la miseria y tributo de los
pobres hijos de Eva, desterrados del paraíso, en cuyo pecado no tuvisteis la menor
parte? ¿No fue posible sino este destierro dejara de ser para Vos tierra de
aflicciones y valle de lágrimas?
Oh, pobre pecador, que, crees encontrar placer
en esta vida, que no los tiene sino engañosos y falsos, mira los sufrimientos
del Rey y de la Reina
del cielo. Muere
de confusión a la vista de los desórdenes de tu vida y de la aversión que
tienes a la cruz. Toda la vida de Jesús, la inocencia misma, es un continuo
sufrimiento. Toda la vida de María, santa e inmaculada, es una perpetua cruz. ¡Y
tú, miserable pecador, que has merecido mil veces el infierno, tú ambicionas placeres y consuelos!
Oh, Reina de los Ángeles, durante todo el
tiempo que vivisteis con vuestro Hijo Jesús, os visteis oprimida por los
dolores que ciertamente os habían de sobrevenir, puesto que habían sido profetizados
por el anciano Simeón: dolores sin igual, porque la medida de ellos era la
grandeza de vuestro amor.
Llegado el momento de la pasión, el Divino Salvador se despidió
de Vos para ir a sufrir, haciéndoos saber que era la voluntad de su Padre que
le acompañaseis al pie de la cruz y que vuestro Corazón fuera allí traspasado
por la espada del dolor. Avisada por San Juan en el momento en que iba a ser
inmolado el divino Cordero, regasteis las calles de Jerusalén con vuestras
lágrimas. Encontrasteis a vuestro Hijo en medio de una muchedumbre de lobos y
leones que aullaban y rugían contra El: ¡«Tolle, tolle, crucifige, crucifige»! (San
Juan 19:15). Le visteis, no adorado por Ángeles ni reyes, sino mostrado al
pueblo como falso rey, blasfemado, deshonrado, condenado a muerte, cargado con
su cruz, conducido al Calvario, a donde le seguisteis bañada en lágrimas en
medio de inmensos dolores.
Cuando fue crucificado escuchasteis los martillazos que partían vuestro
Corazón. Sufristeis indecibles tormentos' aguardando la hora dolorosa en la que
le habíais de ver crucificado. Le contemplasteis levantado en alto, entre los
gritos y blasfemias que vomitaban contra El las bocas infernales de los judíos
y que helaban vuestra sangre. Estuvisteis aquellas dolorosas horas junto a la cruz
oyendo las atroces injurias que aquellos pérfidos proferían contra vuestro
Cordero, contemplando los terribles tormentos que le hicieron sufrir hasta que
expiró entre tantos oprobios y suplicios.
Después os le pusieron muerto en vuestros
brazos para que envolvieseis su cuerpo en un lienzo y le dieseis sepultura, de manera
que como en su nacimiento le prestasteis los primeros servicios, le ofrendaseis
también los últimos obsequios, en tan apremiantes dolores y crueles angustias.
Tan penetrante era la desolación de vuestro corazón maternal, que para comprenderla
en alguna manera, sería preciso entender el exceso de vuestro casi infinito
amor a vuestro Hijo. Todo os afligía. En todo no veíais sino motivo de
desolación y de lágrimas; vuestro maternal Corazón tan lleno estaba de
sangrantes llagas, como vuestro querido Jesús padecía en su cuerpo y en su
Corazón. Aunque en nada disminuía vuestra fe y la obediencia mantenía vuestro
Corazón perfectamente resignado a la voluntad divina, no por eso dejabais de
sufrir inconcebibles dolores, como los que experimentaba vuestro Hijo a pesar
de su perfectísima sumisión a todas las órdenes de su divino Padre. No hay, en
fin, corazón capaz de comprender lo que entonces sufristeis.
Vuestros fieles servidores y verdaderos amigos se deshacen en lágrimas
y se llenan de dolor al ver vuestros divinos goces cambiados en tan crueles
tormentos y al considerar que vuestra santísima inocencia sufre dolores tan
inhumanos. Gustosos se consumirían y harían pedazos para vuestro consuelo, si
lo pudieran. Oh, qué sangriento martirio para el corazón de vuestro divino
Hijo, Unigénito de Dios y vuestro, ver clarísimamente todos los dolores que
traspasaban vuestro Corazón, el abandono en que quedabais, las angustias que su
ausencia había de ocasionaros. Saber que no le hablabais, ni El os hablaba,
porque no hay palabras capaces de mitigar tan atroces dolores.
Oh Padre de las misericordias y Dios de toda
consolación, ¿qué corazones son los que así tenéis crucificados? Cómo no
prestáis vuestra asistencia a vuestro único Hijo y a vuestra amable Hija y humildísima
Sierva? Cómo quebrantáis con ellos la ley que establecisteis de que sobre
vuestro altar no se sacrifique el mismo día al cordero y a su madre? Porque en
el, mismo día, a la misma hora, en la misma cruz y con los mismos clavos tenéis
clavado al único Hijo de la desolada María y su Corazón virginal de inocentísima
Madre. Es que os cuidáis más de las ovejas, bestias brutas, no queriendo que
aun sacrificadas cuando se encuentran afligidas por la pérdida de sus corderos
que de esta purísima Virgen afligida por los dolores y muerte de su divino
Cordero? Es que no queréis que tenga otro verdugo de su martirio, sino el amor
que a vuestro Unigénito tiene; ni que, en tan crueles tormentos, falte a este bondadosísimo
Hijo, la vista de los sufrimientos de esta dignísima Madre para más afligirle y
atormentarle!
Alabanzas y bendiciones inmortales sean dadas, ¡oh, Dios mío, al
amor incomprensible que tenéis a los pecadores! ¡Gracias infinitas y eternas
por todas las obras de este divino amor!
Oh Jesús, Unigénito de Dios, Hijo único de María, luz de mi
alma, os suplico, por el infinito amor que me tenéis, que iluminéis mi mente con
vuestras santas verdades, que arrojéis de mi corazón el deseo de los consuelos
de esta, vida y que pongáis en él deseos de sufrir por vuestro amor, causa de vuestros
tormentos y fuente de las tribulaciones de vuestra santa Madre. Qué ciego soy
cuando creo poder agradaros por camino distinto del señalado! Hasta cuándo, oh Amor,
seré tan ciego y viviré tan engañado? Hasta cuándo huiré de Vos? Hasta cuándo
este hombre de tierra se negara a tener vuestros divinos sentimientos? Para qué
quiero la vida al no la empleo en darosla como Vos y vuestra santísima Madre la
disteis por mí en la cruz? Qué mayor esclarecimiento de mis faltas quiero yo
que este? Oh divina Sabiduría, que vuestra luz celestial me guié por todas partes,
que la fuerza de vuestro amor me posea totalmente y que obre en mi alma los
cambios que produce en los corazones dóciles.
Me ofrezco y me doy del todo a Vos; haced,
Señor que lo haga con puro y completo corazón. Quitadme el placer de., todas
las coma y que únicamente lo tenga en amaros y en sufrir con VOS.
Oh Dios de mi corazón, os adoro Y os doy infinitas gracias
porque hacéis que redunden en mi provecho los dolores que sufría al ver los de
vuestra santa Madre, dándomela por Señora y Madre. Gracias por amarme hasta
desear que ella me ¿une en vuestro lugar como a su Hijo y como tal tenga compasión
de ]ni Y de mis necesidades, que me asista, favorezca, proteja, guarde y
gobierne como a hijo suyo. Quizá, oh Redentor mío, no habéis encontrado mayor consuelo
para vuestra Santísima Madre, que el darle hijos perversos y pecadores para que
emplee su poder y caridad en procurar su conversión y salvación. Bendito y
alabado seáis eternamente, porque habéis querido que nada se pierda, sino que
todo se emplee en remedio de mis males y para colmarme de verdaderos bienes. No
permitáis, pues, oh mi caritativo Médico, que muera entre tantos remedios.
Recibidme y nacedme digno siervo y verdadero hijo de esta gran Reina y
buenísima Madre.
Oh santísima Madre de Dios, recordad que los
dolores que no sufristeis en el alumbramiento virginal de vuestro único Hijo se
multiplicaron al pie de la cruz, en el alumbramiento espiritual de los pecadores
cuando los recibisteis a todos por hijos vuestros. Ya que tanto os he e costado,
recibidme, aunque indignísimo en calidad de tal. Haced conmigo, oh santísima
Virgen, el oficio de Madre, protegiéndome, asistiéndome, guiándome en todas las
cosas y obteniéndome de vuestro Hijo la gracia de mi salvación. Oh moradores
del Cielo, benditos y sagrados frutos de las entrañas espirituales del maternal
Corazón de esta purísima Virgen, pedidle que sea siempre para mí una Madre
benignísima y que me alcance de su querido Hijo Jesús el servirlos y amarlos
fielmente en este mundo para ser del número de los que le bendecirán y amarán eternamente
en el otro. Así sea!
No hay comentarios:
Publicar un comentario