EL ESPÍRITU EN NUESTROS CORAZONES
SEGÚN SAN PABLO
Benedicto XVI, Catequesis del 15 de noviembre de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
San Pablo en sus cartas no se limita a
ilustrar la dimensión dinámica y operativa de la tercera Persona de la
santísima Trinidad, sino que analiza también su presencia en la vida del
cristiano, cuya identidad queda marcada por él. Es decir, san Pablo reflexiona
sobre el Espíritu mostrando su influjo no solamente sobre el actuar del
cristiano sino también sobre su ser. En efecto, dice que el Espíritu
de Dios habita en nosotros (cf. Rm 8,9; 1 Co 3,16) y que «Dios ha
enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Ga 4,6).
Por tanto, para san Pablo el Espíritu nos
penetra hasta lo más profundo de nuestro ser. A este propósito escribe estas
importantes palabras: «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo
Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte. (...) Pues no recibisteis
un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un
espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 2. 15), dado que somos
hijos, podemos llamar «Padre» a Dios.
Así pues, se ve claramente que el
cristiano, incluso antes de actuar, ya posee una interioridad rica y fecunda,
que le ha sido donada en los sacramentos
del Bautismo y la Confirmación, una interioridad que lo sitúa en una relación objetiva y
original de filiación con respecto a Dios. Nuestra gran dignidad consiste
precisamente en que no sólo
somos imagen, sino también hijos de Dios. Y esto es una invitación a vivir nuestra
filiación, a tomar cada vez mayor conciencia de que somos hijos adoptivos en la
gran familia de Dios. Es una invitación a transformar este don objetivo en una
realidad subjetiva, decisiva para nuestro pensar, para nuestro actuar, para
nuestro ser. Dios nos considera hijos suyos, pues nos ha elevado a una dignidad
semejante, aunque no igual, a la de Jesús mismo, el único Hijo verdadero en
sentido pleno. En él se nos da o se nos restituye la condición filial y la
libertad confiada en relación con el Padre.
De este modo descubrimos que para el
cristiano el Espíritu ya no es sólo el «Espíritu
de Dios», como se dice normalmente en el Antiguo Testamento y como se sigue
repitiendo en el lenguaje cristiano (cf. Gn 41,38; Ex 31,3; 1 Co 2,11-12; Flp
3,3; etc.). Y tampoco es sólo un «Espíritu
Santo» entendido genéricamente, según la manera de expresarse del Antiguo
Testamento (cf. Is 63,10-11; Sal 51,13), y del mismo judaísmo en sus escritos
(cf. Qumrán, rabinismo). Es específica de la fe cristiana la convicción de que
el Señor resucitado, el cual se ha convertido él mismo en «Espíritu que da vida» (1 Co 15,45), nos da una
participación original de este Espíritu.
Precisamente por este motivo san Pablo
habla directamente del «Espíritu de
Cristo» (Rm 8,9), del «Espíritu del
Hijo» (Ga 4,6) o del «Espíritu de
Jesucristo» (Flp 1,19). Es como si quisiera decir que no sólo Dios Padre es visible en
el Hijo (cf. Jn 14,9), sino que también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y
en la acción del Señor crucificado y resucitado.
San Pablo nos enseña también otra cosa
importante: dice que no puede haber auténtica oración sin la presencia del
Espíritu en nosotros. En efecto, escribe: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra
flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene
-realmente no sabemos hablar con Dios-; mas el Espíritu mismo intercede
continuamente por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los
corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a
favor de los santos es según Dios» (Rm 8,26-27). Es como
decir que el Espíritu Santo, o sea, el Espíritu del Padre y del Hijo, es ya
como el alma de nuestra alma, la parte más secreta de nuestro ser, de la que se
eleva incesantemente hacia Dios un movimiento de oración, cuyos términos no
podemos ni siquiera precisar.
En efecto, el Espíritu, siempre activo en
nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al Padre nuestra adoración, junto
con nuestras aspiraciones más profundas. Obviamente esto exige un nivel de gran
comunión vital con el Espíritu. Es una invitación a ser cada vez más sensibles,
más atentos a esta presencia del Espíritu en nosotros, a transformarla en
oración, a experimentar esta presencia y a aprender así a orar, a hablar con el
Padre como hijos en el Espíritu Santo.
Hay, además, otro aspecto típico del
Espíritu que nos enseña san Pablo: su relación con el amor. El Apóstol escribe:
«La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
Tomado de: http://www.franciscanos.org
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