REAVIVAR NUESTRA FE EN LOS SACERDOTES (I)
Carta del Ministro y del Definitorio General
OFM (Ordo Fratrum Minurum – Orden de Los Hermanos Menores)
para la Fiesta de san Francisco de 2010
Con el Pobrecillo de Asís y en sintonía con
la Iglesia
queremos profundizar desde la fe en el ministerio sacerdotal, «que no es un
simple "oficio", sino un sacramento». Precisamente por esto se trata de una
realidad bella y grande, confiada a hombres escogidos «de entre los
hombres y constituidos en favor de la gente» y que muestra,
sobre todo, la «audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun
conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y
presentarse en su lugar. Esta audacia de Dios es realmente la grandeza que se
oculta en la palabra "sacerdocio"» (Benedicto XVI).
Hace ocho siglos, Francisco confesaba
explícitamente, en el Testamento, su fe convencida en los sacerdotes, incluso
«en los pobrecillos sacerdotes»; fe que nosotros estamos llamados a vivir hoy,
redescubriendo el significado del ministerio sacerdotal para nuestra vida y
misión.
Para Francisco, el sacerdocio debe ser
visto, antes que todo, en relación «con el santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo»
y con las «santas palabras de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos dicen,
anuncian y administran». Esto significa concretamente que es a través del
ministerio apostólico, del cual participan los sacerdotes, como recibimos el
anuncio del Evangelio y los sacramentos de la
salvación, a saber, el bautismo, la eucaristía y el perdón de los pecados, que nos
hacen verdaderos hijos de Dios y nos constituyen en miembros del Cuerpo de
Cristo. Se entiende mejor, entonces, por qué Francisco siempre deseaba
«recurrir a los sacerdotes», a lo que añadía: «Y no quiero tomar en
consideración su pecado, porque veo en ellos al Hijo de Dios y son mis señores»
(Test 6-9).
En la situación actual de la Iglesia es de fundamental
importancia llegar a las raíces de esta realidad de la cual habla Francisco. Él
nos ilumina para saber cómo comportarnos, en nuestra existencia concreta de
creyentes, respecto a los sacerdotes y, si somos sacerdotes, respecto a nuestro
ministerio. «Comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio
sacerdotal» quiere decir aceptar al mismo tiempo, con realismo y humildad, que
esta grandeza y esta belleza están contenidas «en vasijas de barro», sin
escandalizarse o, peor aún, separarse de la Iglesia que, a través del ministerio de los
sacerdotes, nos permite tener pleno acceso a Jesús y su salvación.
Francisco habló en diversas ocasiones de
los sacerdotes y de las actitudes que se deberían tener para con ellos. La Fraternidad que poco a
poco se fue formando en torno a él comprendía tanto clérigos como laicos. Hacia
el final de su vida, cuando los hermanos sacerdotes eran más numerosos, dedicó
a los «hermanos sacerdotes, los que son y serán y desean ser sacerdotes del
Altísimo», una parte considerable de su Carta a toda la Orden.
La parte central del mensaje dedicado a los
sacerdotes, se refiere a la celebración de la Eucaristía. Francisco
les recuerda que deben acercarse a este sacramento «puros», y también que
ofrezcan «con reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre
de nuestro Señor Jesucristo, y háganlo con intención santa y limpia, y no por
cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como queriendo
agradar a los hombres; sino que toda la voluntad, en cuanto es posible con la
ayuda de la gracia, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor». Esta
acumulación repetitiva de cosas por hacer y por evitar denota en Francisco una
cierta inquietud, porque existe la posibilidad de que las cosas pudieran ir
diversamente. Nos parece que esta preocupación no sólo se aplica al pasado. Las
severas advertencias y las amenazas que siguen, tomadas de la Carta a los Hebreos,
demuestran la seriedad con la que Francisco se pone delante de la Eucaristía y la Palabra de Dios.
Todo ello, sin embargo, contribuye a
destacar la grandeza incomparable -la dignidad- del sacerdocio. Con un realismo
paradójico, Francisco habla del hermano sacerdote como de alguien que «toca con
las manos, toma en el corazón y con la boca, y da a los demás para tomar no a
quien ha de morir, sino a quien ha de vivir eternamente y es glorificado y a
quien los ángeles desean contemplar». Osa, incluso, comparar al sacerdote con
María que ha llevado a Cristo en su seno, con Juan Bautista que tembló al tocar
la cabeza de Jesús, con la tumba donde yació su cuerpo. Aquí está el sentido
profundo del ministerio que Dios ha conferido a los sacerdotes y por lo que se
les debe amor, reverencia y honor.
Lo que sigue del texto nos conduce a una
profundización mayor: la revelación de la humanidad de Dios a través de la Eucaristía. La
descripción muy realista -carne y sangre, mano que toca y distribuye, boca que
come- se abre a un último y estupendo misterio: Dios que se humilla en la Eucaristía, como lo
hizo en el momento de la encarnación, dejando el seno glorioso del Padre para
asumir la fragilidad de la condición humana (1 Adm 17-18). El hacerse carne ya
manifestaba el abajamiento de Dios, su kénosis; en la Eucaristía, esta
realidad va todavía más allá: ni siquiera asume un cuerpo humano, sino que se
hace presente bajo el signo del pan, una simple cosa cotidiana. «Mirad,
hermanos, la humildad de Dios -exclama Francisco- y derramad ante él vuestros
corazones; humillaos también vosotros, para ser enaltecidos por él. Por
consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros mismos, para que enteros
os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 28-29). La humildad de Dios
manifestada en la
Eucaristía es presentada por Francisco como base y fundamento
de la vocación evangélica a la que hemos sido llamados.
REAVIVAR NUESTRA FE EN LOS SACERDOTES (y II)
Carta del Ministro y del Definitorio General
OFM (Ordo Fratrum Minurum – Orden de Los Hermanos Menores)
para la Fiesta de san Francisco de 2010
La visión que Francisco tiene del
ministerio sacerdotal puede parecer teórica, idealista: no obstante, es
inspiradora del comportamiento que debemos tener también hoy en día.
Somos conscientes de que la estima que se
tiene actualmente de los sacerdotes no es muy alta. Algunas situaciones
conocidas por todos lo demuestran claramente: además de la disminución de las
vocaciones al sacerdocio en muchos países, la falta de fe generalizada que se
vive en el mundo y en la
Iglesia, las acusaciones de abusos cometidos a menores de
parte de algunos sacerdotes, el mismo estilo de vida que conduce al sacerdote
frecuentemente a vivir "separado" de los fieles laicos, hacen que la
estima por el ministerio sacerdotal y la fe en los sacerdotes disminuya cada
vez más.
Sin embargo, estamos invitados a renovar
nuestra fe sobre aquello que fundamenta el ministerio sacerdotal, reafirmando
su necesidad para la Iglesia,
aun reconociendo que los sacerdotes, como la misma Iglesia, no son seres
perfectos. Para poder vivir todo ello, no hay otra cosa mejor que meditar el
siguiente texto personal de Francisco: «El Señor me dio, y me sigue dando,
tanta fe en los sacerdotes…, por su ordenación, que, si me persiguieran, quiero
recurrir a ellos. Y si yo tuviera tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me
encontrara con los pobrecillos sacerdotes de este mundo, no quiero predicar en
las parroquias en que habitan si no es conforme a su voluntad. Y a éstos y a todos
los demás sacerdotes quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no
quiero tomar en consideración su pecado, porque veo en ellos al Hijo de Dios y
son mis señores. Y lo hago por esto: porque en este mundo nada veo
corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y su
santísima sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a los demás» (Test
6-10).
«La Orden de los Hermanos Menores, por su propia
naturaleza, se compone de hermanos clérigos y laicos». Nuestra vocación franciscana,
por tanto, no está necesariamente ligada al sacerdocio. Aquí es válido lo que
escribió el Apóstol: «Que permanezca cada cual en el estado en que se hallaba
cuando Dios lo llamó» (1 Cor 7,20); y, sobre todo, cuanto Jesús dijo a sus
Apóstoles: «No me habéis elegido vosotros a mí; más bien os he elegido yo a
vosotros» (Jn 15,16). La vocación sacerdotal, como la laical, no es una
elección nuestra, sino una llamada específica del Señor. Nuestra tarea es
simplemente el responder con generosidad. En toda vocación reconocemos un don
del Señor a la Iglesia
y a la humanidad.
Iguales por la profesión, todos estamos
llamados a vivir como hermanos y según las exigencias de la común vocación y
misión: «En la diversidad de ministerios todos los cristianos son llamados a
responder a la Palabra
del Señor que envía a anunciar la Buena Nueva del Reino». Quien ha sido llamado a
ejercer el ministerio sacerdotal debe recordar siempre que el ministerio no
puede ser tomado como una promoción humana o una dignidad personal que nos
sitúa por encima de nuestros hermanos laicos o sobre los fieles laicos en la Iglesia. En profunda
comunión con todos, especialmente con los últimos, y en espíritu de conversión
eclesial, abiertos a una misión compartida, para nosotros el sacerdocio ha de
vivirse según cuanto exige nuestra identidad de Hermanos Menores. De este modo,
el don del sacerdocio en la
Orden será una gran riqueza para construir el Reino entre
nosotros.
No podemos concluir de mejor manera que
citando las palabras de Francisco: «Y a todos los clérigos tengámoslos por
señores nuestros en las cosas que miran a la salvación del alma y no se desvían
de nuestra Religión; y veneremos en el Señor su orden y oficio y ministerio» (1
R 19,3).
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