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viernes, 5 de agosto de 2016

El Cura de Ars - patrono de los Sacerdotes




EL CURA DE ARS
Tomado de la biografia escrita por:
FRANCIS TROCHU
Pág. 133 y 134.
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© Ediciones Palabra, S. A.
Paseo de la Castellana, 210 - 28046 Madrid
La versión original de este libro apareció con el título: LE CURE D'ARS

Novena edición
FRANCIS TROCHU
Con licencia eclesiástica. Printed in Spain
I.S.B.N.: 84-7118-384-6
Depósito legal: M. 38.705-1996

Cubierta:
Busto del Cura de Ars, modelado en cera por el escultor Emiliano Cabuchet, mientras el Santo explicaba el Catecismo
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El primer acto de su ministerio data del día 27 de agosto de 1815. —Fue un bautismo. — Desde que se supo que estaba «aprobado» por los señores del Arzobispado, su confesonario se vio sitiado y los enfermos no preguntaron sino por él.

«Esto le quitaba mucho tiempo y llegó hasta descuidar la comida». —Algo más tarde, este descuido se hará habitual—. Mas su trabajo comenzaba a ser muy fructuoso y de gran consolación, pues «un gran número de personas que hasta entonces no habían sido muy edificantes en la parroquia cambiaron de conducta después de haber acudido a él».

Preparaba y explicaba cuidadosamente el catecismo, haciéndose pequeño entre los pequeños. A los menos aventajados se los llevaba a su cuarto y, acordándose de lo que otros habían hecho con él durante la Revolución, los instruía con una paciencia incansable.

«En el pulpito de Ecully era breve, pero claro». Comenzaba con ello un ministerio que había de costarle rudos esfuerzos, pero que le valdría éxitos sorprendentes. «Según mi parecer, todavía no predicaba bien, dice su hermana Margarita, que venía de Dardilly para oírle; y, sin embargo, cuando le tocaba a él todo el mundo corría a la iglesia.»

No tenía reparo en decir verdades muy recias y en fustigar ciertos vicios. Ecully no era ningún oasis de virtudes: la Revolución había abierto profundas llagas, y la proximidad de una gran ciudad no era lo más a propósito para cerrarlas; se iba ocasión: «En el lugar donde estuve de vicario, decía el señor Vianney cuando explicaba el catecismo, un joven que había de ser padrino y que a causa de ello había alquilado un violinista para bailar, fue aplastado por una viga; no tuvo ni un momento para prepararse. El músico fue ciertamente; pero cuando llegó, las campanas anunciaban las exequias de aquel desventurado».

Si predicaba la pureza de costumbres y la perfección de la vida cristiana, el Rdo. Vianney era el primero en dar ejemplo. Aquel sacerdote de treinta años se conducía ya con una admirable reserva; era muy sencillo y muy bueno, pero «evitando toda familiaridad». Poseía aquel don peculiar de los santos de que habla el dulce San Francisco de Sales, el cual consiste «en ver a todos sin mirar a nadie». Había hecho este pacto con sus ojos, porque se sentía frágil como cualquier otro hombre nacido en este mundo. Oraba y se mortificaba para dominar la carne, pues experimentaba también, en la parte baja de su naturaleza, los estímulos del mal.

El día 3 de octubre de 1830, refiere el Rdo. Tailhades, de Montpellier, el Rdo. Vianney me hizo una confidencia muy notable. Le pregunté cómo había logrado librarse de las tentaciones contra la santa virtud de la castidad. Díjome que era efecto de un voto. Este voto, pronunciado hacía veintitrés años —cuando era vicario de Ecully—, consistía en rezar todos los días una vez la Salve Regina y seis veces esta invocación: Sea para siempre bendita la santa e Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, Amén.

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